Por Marcela Ruiz
Desde hace años presenciamos y padecemos en la Argentina una espiral de violencia que pareciera perpetuarse ante impotentes políticas públicas para prevenirla.
Violencia hacia las mujeres, violencias hacia las infancias y adolescencias, violencia hacia quienes piensan diferente al agresor, violencia hacia quienes eligen modos alternativos de vida, violencia al diferente, violencia hacia las elecciones amorosas de las personas si no concuerdan con las del violento, violencia ante malas maniobras en el tránsito, violencia porque no se obtuvieron respuestas satisfactorias ante un reclamo, sea este justo o no, los robos son cada vez más violentos, padecemos violencia desde el lenguaje, violencia institucional, violencia económica, violencia en hospitales y sanatorios, violencia en las aulas, en los bares, en los clubes, en las redes sociales, en los medios de comunicación, en la política y en la justicia.
Sin lugar a duda, la desigualdad y la descomposición de los entramados sociales son algunos de los factores que coadyuvan a la violencia. La abolición de la dimensión humana del prójimo pareciera ser moneda corriente. No obstante, la necesaria urgencia humanitaria en resolver la violencia, no debería llevarnos a acciones espasmódicas sin deteneros a comprender primero la dimensión del problema, la multiplicidad de sus causas, el diagnóstico preciso.
Slavoj Žižek, filósofo, psicoanalista y crítico cultural esloveno, en su libro “Sobre la Violencia. Seis reflexiones marginales”, nos advierte por qué no podemos quedarnos sólo con el repudio a la violencia que nos impacta. “Anatemizar la violencia, condenarla como «mala» es una operación ideológica por excelencia, una mistificación que colabora con la invisibilización de las formas fundamentales de la violencia social. Es profundamente sintomático que las sociedades occidentales, tan sensibles a las diferentes formas de persecución, sean también capaces de poner en marcha infinidad de mecanismos destinados a hacernos insensibles a las formas más brutales de la violencia, paradójicamente, en la misma forma en que despiertan la simpatía humanitaria para con las víctimas.” Cuando él nos habla de la intrincada relación entre la violencia subjetiva y sistémica, nos recuerda que la violencia no es una propiedad exclusiva de ciertos actos, sino que se distribuye entre los actos y sus contextos, entre actividad e inactividad.
Ahora bien. ¿Somos inactivos ante la violencia? ¿Existe un retiro del poder ante esta problemática situación cotidiana y generalizada? El poder y la violencia se oponen el uno a la otra; allá donde uno domina, la otra está ausente, nos enseñó Hannah Arendt: “La violencia aparece cuando el poder peligra, pero si se permite que siga su curso, lleva a la desaparición del poder. Lo cual implica que es un error pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar del poder no violento es una redundancia”.
Insisto en este concepto: lo opuesto a la violencia es el poder. Pero no olvidemos que si bien la violencia puede destruir el poder, es totalmente incapaz de crearlo. Justamente cuando el poder decae, cuando las instituciones dejan de funcionar y pierden su legitimidad, es cuando puede aparecer el otro fenómeno crucial en la vida política: la violencia. La violencia se origina precisamente cuando el poder ha comenzado a desaparecer.
Arendt también nos deja una última advertencia sobre lo que puede suceder si los poderes del estado resultan incapaces de escuchar las demandas de la ciudadanía: “En una burocracia totalmente desarrollada no queda nadie con quien debatir, nadie a quien presentar quejas, nadie sobre quien pueda ejercer presión el poder”. Sin esa capacidad de integrar los discursos y acciones de la ciudadanía el poder se debilita, emerge la impotencia y su correlato, la violencia.
Si bien a los poderes judiciales no les compete directamente la prevención de la violencia, sí tenemos mucho para aportar al debate de ideas y la puesta en marcha de acciones concretas que nos permitan pacificar las relaciones sociales y construir una sociedad más justa y solidaria.
Vivimos en carne propia la violencia cada día en nuestros trabajos. Nos vemos amenazados cuando se produce un delito y debemos investigar e impartir justicia, pero también padecemos maltratos e, incluso, agresiones físicas cuando se busca nuestra intervención para resolver conflictos de índole comercial, laboral, familiar, entre otros. ¿Perdimos credibilidad las instituciones y con ello el poder que habilita la violencia? Probablemente. Y la reconstrucción de la credibilidad está en manos de todas y todos.
Desde la Institución que presido decidimos no esperar más a qué otros poderes del estado se decidan a pensar, planificar y actuar. Para ello comenzamos con la creación de una Comisión de Seguridad integrada por diversos integrantes de las distintas Asociaciones y Colegios de la magistratura y el funcionariado judicial de todas las provincias argentinas y Ciudad Autónoma. Sumamos la mirada de expertos en la problemática de la violencia y la seguridad para aprender de ellos. Estamos realizando un diagnóstico en cada jurisdicción que nos permitirá tener una acabada dimensión del problema para luego proponer protocolos concretos que permitan cuidar nuestras vidas y la de nuestras familias.
Fiscales, defensores y defensoras, jueces y juezas que no puedan llevar a cabo su trabajo libres de amenazas, atentados y violencias, no pueden impartir justicia. Sin independencia judicial no podremos jamás construir las sociedades que deseamos.