Por María Jimena Monsalve, jueza Nacional de Ejecución Penal, presidenta de la Asociación Argentina de la Justicia de Ejecución Penal, secretaria de la Asociación Argentina de Justicia Terapéutica.
Me congratula extender estas líneas de opinión, gracias al interés de la Federación Argentina de la Magistratura y de su Presidente, el Dr. Ariza, relacionadas con nuestra materia, tan castigada y cuestionada durante los últimos años y, a la vez, indudablemente, imprescindible para nuestra vida en comunidad, bajo el paradigma de una “Cultura de Paz”, tal como lo propone el ODS 16, de la Organización de las Naciones Unidas.
En ese sentido, me permitiré enunciar algunos de los múltiples problemas actuales, que a mi entender, resultan ignorados, al momento de generarse los debates públicos que usualmente, se producen en los medios de comunicación y, esporádicamente, en los ámbitos legislativos, especialmente en estos últimos, que son los constitucionalmente responsables de dar respuesta normativa eficiente a estos problemas.
En relación a ello, observamos que el ideal resocializador que abrazó la Ley 24.660, de 1996, no pudo ser plasmado con los alcances que la norma auspiciosamente pretendía. La ley que regula todos los aspectos de la vida en condición de encierro, las actividades que el estado debe asegurar a las personas presas, para que puedan acceder a un régimen progresivo, basado en objetivos y en fases, que les permitan alcanzar los institutos de salida anticipada, medidas alternativas previstas en los términos del artículo 9 de las Reglas de Tokyo, se compadecía con el paradigma constitucionalista de 1994, y recogía los lineamientos del flamante bloque de convencionalidad.
La idea de pena como castigo, de pena retributiva, debía ser desplazada definitivamente, para cumplir de una vez con el artículo 18 de la Constitución Nacional y asumir que es el estado quien debe proporcionar herramientas eficientes para lograr la integración social de las personas que están en conflicto con la ley penal. Hablar de integrar, y no resocializar, pues sabemos que las cárceles se encuentran colmadas de personas que en su mayoría, por su condición social, no alcanzaron los derechos básicos, como el acceso a la educación, al trabajo, a una vivienda, a una vida libre de violencia. Las cárceles entonces deben ser entendidas como espacios de restitución de derechos, para quienes nunca accedieron a ellos. Las ideologías “re”, han quedado hace tiempo en crisis.
Esta misión no se completó. La falta de presupuesto e inversión, las falencias en la formación profesional de los servicios penitenciarios, la ausencia de programas de desarrollo social que se orienten a las necesidades específicas que requiere esta población que entra en conflicto con la ley, incluso los dispositivos pre y post penitenciarios, no prosperaron debidamente.
La proliferación de acciones de hábeas corpus destinadas al aseguramiento de los derechos de las personas privadas de libertad da cuenta de esta situación, que a lo largo de los años no se ha logrado revertir por completo.
En ese sentido, el cumplimiento en el acceso de toda la población carcelaria a derechos básicos, que la ley expresamente les confiere, tales como el derecho a la educación, a un trabajo, a la salud, el acercamiento familiar, al ejercicio de los derechos políticos, al alojamiento en espacios dignos, entre tantos otros, ya debería haberse resuelto, pues conforman problemas recurrentes, que generan litigios que, en definitiva, no logran el objetivo perseguido, ni siquiera mediante la más de una docena de organismos de monitoreo carcelario que se encuentran legitimados para ese fin en nuestro país. La ausencia de interés político y de inversión presupuestaria ha jugado un rol preponderante en esta situación.
La historia de la ley 24.660 se torció también a partir de las reformas que introdujeron las leyes 25.892, 26.813 y 27.375, que la convirtieron en una pauta maltrecha, que perdió su propósito, con modificaciones que conspiraron directamente contra la progresividad y a su vez, por ejemplo, perdieron la oportunidad de incorporar herramientas útiles relacionadas, entre otras cuestiones, con el género y la diversidad, que apremian en un contexto de institución total, como son las cárceles.
A ello se ha sumado, como consecuencia de esta tendencia encarceladora, el problema del hiperencarcelamiento masivo, que tuvo su pico entre los años 2018 y 2019, con una sensible descompresión en 2020, a causa de la pandemia. La progresión en la tasa de encarcelamiento en los últimos 20 años, que en 1999 era de 94, en 2009 de 143 y en 2019, ascendió a 243 cada 100.000 habitantes, con aproximadamente 10.000 personas alojadas por largo tiempo en comisarías o alcaidías, en espacios que no se encuentran acondicionados para este fin. Especialmente, la situación de las cárceles y comisarías de la provincia de Buenos Aires es desesperante. Ningún derecho puede asegurarse cuando la superpoblación acecha, incluso en la terrible dificultad que ha generado esta situación en relación a la pandemia causada por la aparición del Covid-19. La posición de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que indicó los lineamientos al expedirse en el caso “Verbitsky”, primero en el año 2005 y nuevamente en 2021, no alcanzó para revertir de raíz el problema.
Otro punto a considerar con urgencia, que guarda relación con la reducción de la tasa de encarcelamiento, se vincula a la adecuada dosificación de las medidas alternativas, en tanto su aplicación, como solución en los procesos e incidencias judiciales, es deficiente. Estas medidas, generalmente, no se aplican con ajuste a los principios de proporcionalidad, razonabilidad, oportunidad y realidad. Tampoco se ha optimizado la red institucional, imprescindible de dispositivos psico-socio-sanitarios, que deben funcionar con eficiencia para el cumplimiento de las reglas de conducta propuestas e impuestas. Un ejemplo de ello es la carencia de dispositivos o programas que abarquen los casos de violencia de género, que se han incrementado sostenidamente en los últimos tiempos. Sobreabundan las actividades de capacitación y sensibilización sobre la materia dirigidas a los funcionarios públicos, abogados y estudiantes, mas no contamos con plazas en los dispositivos de tratamiento para los agresores, ni de contención efectiva para las víctimas.
De otro lado, no se verifica conciencia suficiente, ni en los operadores judiciales ni en la población en general, acerca del grado de aflicción que causa la aplicación de la medida alternativa: la creencia social finca en que una suspensión el juicio a prueba, una condena en suspenso o una prisión domiciliaria no generan restricciones importantes en la vida de las personas.
En razón de lo expuesto, se puede deducir dócilmente que la estrategia comunicacional respecto del rol de la justicia en relación a la ejecución penal, es ineficaz. Hay escaso conocimiento sobre la materia, se emiten conclusiones sin basamento en evidencia empírica, no se profundiza sobre la eficiencia que se puede alcanzar mediante una resolución de casos basada, justamente, en atacar el conflicto subyacente al delito, tampoco se insta a la comunidad a involucrarse y participar en las estrategias de integración social, para evitar que las personas criminalizadas recaigan en el delito.
En suma, nuestro estado debe responsabilizarse de una vez por sus presos y por las personas que pasan por el sistema penal, con participación articulada de los tres poderes. Ha de asumir el compromiso de desarrollar las políticas públicas necesarias para reducir el delito y dar soluciones eficientes al problema, sin incidencia de los efectos que producen los medios de comunicación y de la opinión inexperta sobre la materia. Esas soluciones –obligadamente- deben construirse en base a la evidencia: quienes delinquen, por qué delinquen, cómo y cuándo las personas que han sido criminalizadas dejan de delinquir en nuestra comunidad y en estos tiempos, son preguntas que deben formularse y encontrar respuesta precisa, antes de aprobar reformas legales inútiles, que ofrecen a la ciudadanía la falsa creencia de mayor seguridad.
La justicia de ejecución penal, sin duda, brega para que en nuestra comunidad, cada día contemos con un menor número de víctimas de delitos y con personas responsabilizadas que afronten las consecuencias de sus actos con ajuste a las normas. Resulta inviable continuar con un esquema basado en principios que rigen la justicia retributiva, sin ajuste a la constitucionalidad y al bloque de convencionalidad, que niegue sistemáticamente los principios que deben regir un estado de derecho.
Necesitamos con urgencia que las reformas judiciales se concentren en formular una proyección de justicia de ejecución penal más robusta, con cantidad suficiente de jueces, magistrados de los ministerios públicos y de equipos interdisciplinarios que los asistan, que medie una implementación uniforme del sistema acusatorio adversarial, pero enfocado en las necesidades específicas de esta etapa procesal tan diferente, y con plena capacitación en la aplicación de las justicias alternativas, como la Justicia Terapéutica y la Justicia Restaurativa, como recursos de acción e intervención constantes.
Esperemos que ello suceda pronto. Porque la intervención de la justicia en las vidas de las personas que atraviesan el sistema penal, debe resguardar sin descanso el pro homine. Es el principio de humanidad el que ha de que regir cada una de nuestras acciones y decisiones.