En nuestro Diálogos plural y diverso, nos preguntamos qué piensan los pueblos originarios de la democracia. Buscamos una voz que nos quite el velo, que nos interpele con nuevas miradas. Daniel Loncon, Miembro del Pueblo Mapuche, integrante de la Cátedra Libre de Pueblos Originarios, Afrodescendientes y Migrantes de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco -UNPSJB-, aceptó el desafío y nos invita a reflexionar.
Argentina comenzó el 2023 con una gran expectativa por conmemorar los 40 años de democracia ininterrumpida y finaliza el año con una administración gubernamental que no solo niega los delitos de lesa humanidad, sino también el genocidio indígena del pasado y los reclamos del presente. Se consuma la institucionalización del negacionismo.
Pese a que la mayoría de la población valora positivamente la democracia y sus alcances, pareciera ser que los encargados de la administración de la misma también han dado muestras de sus limitaciones para resolver las demandas de un gran sector poblacional que claramente optó por una alternativa que en apariencia, se presentó como distinta.
Cuando se nos pregunta a quienes pertenecemos a los pueblos preexistentes a la constitución de los Estados modernos respecto de la democracia, señalamos y comprendemos su valor, teniendo en cuenta lo sombrío que el proceso de la dictadura militar significó para una gran parte de la población que fue víctima, directa e indirectamente del terror ejercido institucionalmente desde el Estado y sus consecuencias, aún latentes.
Sin embargo, la mayoría de la población desconoce el genocidio fundacional, ese terrorismo estatal primigenio, que tuvo como objetivo principal, la aniquilación de la población originaria, comúnmente llamados “indios”. La justificación de los peores crímenes contra la dignidad humana fue un elemento central para la perpetración de la llamada conquista del desierto y aún permanece vigente en la narrativa histórica fundacional del país.
El proceso se inició con la inferiorización de los “indios” y su adjetivación como bárbaros, enjambre de salvajes, asquerosos, piojosos, ladrones, incapaces de progreso, perros ignorantes, etc, a quienes se aconsejaba perseguirlos hasta sus guaridas para extinguirlos.
Luego de las matanzas, siguió la toma de prisioneros, la esclavización de los mismos, la exhibición de cuerpos y restos en museos y la separación de las familias. Por aquél entonces el Padre José Birot decía: “el indio siente muchísimo cuando lo separan de sus hijos o mujer; porque en la pampa todos los sentimientos de su corazón están concentrados en la vida familiar”, el mismo religioso sostenía desde el campo de encierro de la Isla Martin García: “seguimos enseñando, bautizando y de cuando en cuando sepultando”. La conquista en estos territorios también fue espiritual, tres siglos atrás el enviado del Papa había dicho en la Controversia de Valladolid que los habitantes de este continente eran humanos, pero paganos, por lo que debían ser cristianizados.
Finalmente, se consuma el despojo territorial y comienza la rifa de los territorios, sobre todo al capital extranjero, colonos y a las familias patricias, que siempre hicieron de la especulación su fuente de ingresos. Mas de 6 millones de hectáreas se repartieron entre los amigos del poder de turno a costa de la masacre, esclavización y reducción a la servidumbre de miles de personas.
El reconocimiento de este proceso genocida y las consiguientes políticas de reparación son la gran deuda histórica que el Estado mantiene para con las poblaciones originarias.
La disputa por el territorio
En nuestra región, muchos de esos territorios despojados forman parte de los reclamos y reivindicaciones actuales del Pueblo Mapuche y la enorme mayoría de estos reclamos recaen en el poder judicial como un delito común, generalmente tipificado como usurpación. El usurpador acusando de usurpación.
Es así como los reclamos colectivos son juzgados de manera individual por un sistema judicial monocultural y colonial, que protege la propiedad privada a rajatabla, aún cuando la misma sea de dudosa procedencia y solidez documental, pero que sin embargo cuestionan las identidades indígenas, su relación con el territorio y una historia regional que se niegan a conocer, desconocen deliberadamente o claramente son parciales respecto de la narrativa oficial.
Es por ello que, a los atropellos de particulares y empresas, el Pueblo Mapuche también debe enfrentar un sistema judicial estatal que criminaliza las demandas territoriales y elude el marco jurídico de reconocimiento de derechos de las poblaciones originarias. Ello no sorprende, pues la historia, cosmovisiones, derechos, saberes y conocimientos de los pueblos originarios se encuentra totalmente ausente en la formación profesional de los empleados, funcionarios y magistrados.
Las sentencias judiciales que dirimen los reclamos y reivindicaciones territoriales no suelen transitar la ancha avenida de los derechos humanos de los pueblos indígenas consagrados en un robusto plexo normativo (Convenio 169 de la OIT, Declaración de las N.U sobre los derechos de los Pueblos Indígenas, Constituciones nacionales y provinciales, etc), sino que siempre siguen el mismo camino, el oscuro y sombrío callejón alumbrado por el racismo estructural, colonial y epistémico que conduce indefectiblemente al artículo 181 incisos 1, 2 y 3 del Código Penal.
Hace casi 30 años, se reformaba la Constitución Nacional y el Estado reconocía, a través del artículo 75, inciso 17, la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, se comprometía a garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural, al reconocimiento de la personería jurídica de sus comunidades, la posesión y propiedad comunitarias de las tierras y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano, las cuales bajo ningún concepto son enajenables, transmisibles ni susceptibles de gravámenes o embargos.
Asimismo, aseguraba su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. A casi tres décadas de este reconocimiento formal, aún resta mucho camino para que el mismo sea real y de cumplimiento efectivo.
Es por ello que, en estas cuatro décadas de democracia, si bien se han consolidado derechos muy importantes para gran parte de la población, aún persiste la deuda por el reconocimiento del genocidio indígena y sus consecuencias, hoy cristalizadas en discursos de odio y negacionistas. Asimismo, resultan muy preocupantes las situaciones de subordinación de los actores de las instituciones democráticas al capital financiero y a la especulación sobre los territorios.
En nuestros territorios se vive un proceso de neo colonización, en donde la industria extractiva, la especulación inmobiliaria y los intereses particulares se encuentran con la oposición de los pueblos originarios que entienden la importancia de la preservación de los entornos naturales y que el modelo de desarrollo propuesto, solo beneficia a un reducido grupo de personas.
Hemos asistido a prácticas de desalojos forzados, intimidación, asesinatos, profanación y destrucción de sitios sagrados, desconocimiento, persecución y criminalización mediática, social y judicial de nuestras autoridades -Lonko, Machi, Werken, entre otros- que nos recuerdan que la conquista no ha finalizado. Pero tampoco ha finalizado la resistencia de nuestro digno pueblo.
Es imperioso que, si queremos construir sociedades equitativas y democráticas, que se garanticen procesos de justicia real y de memoria y verdad histórica de lo sucedido en nuestros territorios, el cese en la persecución y criminalización de las legítimas demandas, el cumplimiento efectivo de los derechos reconocidos, la incorporación de la perspectiva de los pueblos originarios en la formación de los profesionales y la capacitación de quienes cumplen funciones en los tres poderes del Estado.