40 AÑOS DE DEMOCRACIA. AVANCES Y CLAROSCUROS DEL TRABAJO FEMENINO

Estos 40 años de democracia muestran un creciente protagonismo de los feminismos en las calles, y en menor medida en los palacios. Nora Goren, socióloga, feminista, Magister en Ciencias Sociales del Trabajo y Doctora por la Universidad de Buenos Aires, destaca los avances de estas cuatro décadas, pero también las deudas pendientes principalmente en materia laboral.

Estos 40 años de democracia muestran un creciente protagonismo de los feminismos en las calles, y en menor medida en los palacios. Nora Goren, socióloga, feminista, Magister en Ciencias Sociales del Trabajo y Doctora por la Universidad de Buenos Aires, destaca los avances de estas cuatro décadas, pero también las deudas pendientes principalmente en materia laboral. Las desigualdades estructurales que todavía se observan en el ámbito del trabajo no pueden desligarse de la discusión sobre los modelos de desarrollo, plano en el que los feminismos apelan por un modelo de los cuidados.

Cuarenta años de democracia para un país signado por golpes militares, la desaparición forzada de personas, la pérdida de derechos; donde la memoria y la historia muchas veces quieren ser borradas. Por todo esto, los 40 años de democracia constituyen, por sí mismos, un acto celebratorio. También es cierto que hoy nos enfrentamos a una gran insatisfacción democrática, vinculada principalmente a expectativas que no han podido cumplirse y que tanto tienen que ver con contradicciones implícitas en la dinámica misma de las relaciones de poder que el capitalismo global nos impone.

Al hacer un rápido recorrido por estos años, en términos de igualdad observamos, sin duda, que han sido los feminismos los que han logrado dar un paso sustantivo. Han instalado agendas, alcanzado importantes logros, reinventado las luchas y propuesto otro modelo societal. Solo basta una mirada longitudinal que recorra la historia de nuestras luchas, de los pañuelos blancos a los pañuelos verdes, que recorrieron la Argentina de sur a norte, como al mundo entero, sintetizados en luchas por los derechos humanos que, por cierto, aglutinan un amplio marco de diversidades y generaciones.

Pañuelos blancos, verdes y violetas: las mujeres y sus luchas

Muchos de estos logros hoy sufren la amenaza concreta por parte del avance de fuerzas cuyo modelo económico, político y social promueve retroceder muchos pasos. Es el momento entonces de hacer un balance histórico crítico y de trazar el trayecto hacia el horizonte deseado.

Aunque las luchas feministas y su organización cuentan con más de un siglo en nuestro país, la contundencia, visibilidad y expansión de sus reclamos y su potencia en tanto proyecto emancipatorio es más reciente, con la eclosión, en el año 2015, del “Ni Una Menos” y la lucha para alcanzar la ley de interrupción voluntaria del embarazo lograda en el año 2021.

Podemos decir que son tiempos en los que las subalternidades femeninas han hecho oír sus voces con mayor masividad e intensidad que en el pasado, que la historia se hizo presente en lo que algunas dieron en llamar “la cuarta ola feminista” o “la revolución de las pibas”. A partir de este fenómeno, las estructuras organizativas y las lógicas de poder en el Estado, de los sindicatos y la sociedad toda se han visto conmovidas, a partir de lo cual se comenzaron a reconfigurar espacios, subjetividades y estrategias.

En este marco, con la asunción del presidente Alberto Fernández en el año 2019 y por primera vez en nuestro país y hasta el presente se han creado seis “maquinarias de género” en el rango más alto de la Institucionalidad estatal: el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación; el Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la provincia de Buenos Aires; el Ministerio de la Mujer de la Provincia de Córdoba; el Ministerio de las Mujeres y de la Diversidad de la provincia de Neuquén; el Ministerio de Igualdad, Género y Diversidad de la Provincia de Santa Fe; y el Ministerio de Igualdad e inclusión en Santa Cruz. Estas maquinarias encuentran grandes desafíos en su gestión cotidiana, que se relacionan con las capacidades institucionales vinculadas con la planificación, implementación, monitoreo y evaluación de políticas públicas y otras del orden de la definición de su orientación. Los ministerios, que se hallan en el máximo nivel de la estatalidad, tienen como función la transversalización, que supone un esfuerzo de trasvasar la tradicional separación o segregación de los mecanismos específicos (focalizados) para superar la discriminación hacia las mujeres. Así, este proceso fomenta esa articulación y, asimismo, esa toma de decisión genera flujos horizontales y rizomáticos en distintos espacios estatales que van traccionando la incorporación e institucionalización de estas.

Si tomamos como eje el trabajo, por ejemplo, entendiéndolo en su dimensión de autonomía económica, es claro que no se concretiza en un espacio sexualmente neutro, sino que a él le subyace la concepción recortada de que se puede pensar el trabajo remunerado, sin relacionarlo con el espacio reproductivo, sin considerar la interdependencia existente entre ambas esferas, las de la producción y la reproducción social como dos momentos de una misma relación. Somos los/las mismas que estamos en uno y otro espacio. Esa mirada sesgada genera una estructura cargada de tensiones y sobrecargas expresadas en el hecho de que en los trabajos se conforman y delimitan territorios femeninos y territorios masculinos que se reproducen de manera persistente; y por el otro, contiene una valoración diferencial de ellos, que se traduce en relaciones sociales desiguales, con una fuerte impronta en términos de reconocimiento y brechas de ingreso en detrimento de las mujeres.

En ese sentido, no es lo mismo ser mujer blanca, indígena o afrodescendiente; ser joven, adulta o de la tercera edad; residir en zonas urbanas o rurales; pertenecer a uno u otro sector social; vivir en el país de origen o ser migrante; tener o no tener hijos/as/es. No es lo mismo ser varón que ser mujer o del colectivo de la diversidad. No es lo mismo ser mujer y participar en el mercado de trabajo formal que hacerlo en el mercado de trabajo informal, trabajar a tiempo completo o a tiempo parcial o ser una mujer que no percibe remuneración alguna por el trabajo que realiza. No es lo mismo participar/pertenecer a una organización social, participar/pertenecer a un sindicato o no. Lo que sí es cierto es que todas/os/es estamos atravesadas por las relaciones de género y la forma que asume la división sexual del trabajo en cada período histórico.

En relación con lo señalado, nos encontramos con una importante segregación laboral, que consiste en la exclusión de las mujeres de ciertas ocupaciones y su concentración en aquellas que presentan, por un lado, las peores condiciones laborales; mientras que, por otro, son las peor remuneradas. La segregación se puede presentar de dos formas: de modo horizontal, que da cuenta de la manera en que se distribuyen los varones y las mujeres en diferentes ocupaciones; y de manera vertical, que se refiere a cómo se distribuyen, considerando las posiciones jerárquicas que ocupan en cada una de ellas.

En este punto, cabe señalar que las diferencias en el trabajo según género son el resultado de múltiples factores, relacionados con la discriminación directa e indirecta, que se plasman en la estructura y dinámica laboral, en la cual instituciones laborales que no incorporen un adecuado enfoque de género pueden constituirse en fuentes reproductoras o generadoras de desigualdad. Sobre esto nos detendremos en breve, pero antes, creemos necesario brindar una pincelada que ilustre sobre los grandes cambios que se fueron sucediendo a nivel global en las últimas décadas, que son el contexto que moldea la actualidad y cuyas fronteras nos presentan un desafío.

Sin pretensión de hacer un recorrido histórico de estos 40 años y a los efectos de analizar la intersección entre avances de género en términos de trabajo, nos interesa reponer algunas instancias que fueron bisagras en nuestra historia y que nos permiten entender el presente y proyectar el futuro. La crisis económica de los 90 ha desestructurado la historia argentina. Como señalan Susana Torrado y Maristella Svampa, se destruye la lógica igualitaria de la matriz social, donde la Argentina era una excepcionalidad en América Latina, con una fuerte movilidad social ascendente. Las transformaciones de esos años desembocaron en un inédito proceso de descolectivización de vastos sectores sociales, es decir, en la pérdida de los soportes colectivos que configuraban la identidad del sujeto y, por consiguiente, la entrada en un período de individualización en lo social, que aún no ha logrado ser revertido y que el movimiento feminista ha desafiado. Así, la globalización del mercado ha traído consigo un crecimiento espectacular de las desigualdades económicas y sociales, tanto en el seno de los Estados como en el ámbito internacional, que se ha hecho más visible desde el inicio de la pandemia en abril del 2020. Es claro, más allá de los intereses que persiguen quienes vaticinan el fin del trabajo, como hace décadas atrás, que el trabajo está muy lejos de desaparecer. La pandemia ha mostrado su esencialidad, aun cuando ello no haya tenido un correlato en su valoración social y económica. Y así, los debates sobre el trabajo han atravesado los debates académicos y políticos; y han situado allí los deseos de un mundo pospandemia con mayor justicia, como si hechos mágicos pudieran suceder. Claro está que, gracias a las acciones del Estado, las desigualdades no son aún mayores. Este es un ejemplo que nos ha dado la historia: para sostener el horizonte deseado se requiere de una clara propuesta de trayecto a recorrer, con algunos componentes centrales como lo son la táctica y la estrategia.

Es evidente que el trabajo ha ido mutando a un ritmo acelerado, los cambios tecnológicos –en particular la digitalización y la automatización–, las exigencias del capital transnacional, la reconfiguración productiva global, la crisis ecológica y, por supuesto, la actuación de los movimientos sociales, sindicales, pero también, y sobre todo, los feministas y ecologistas están transformando profundamente la relación del trabajo y el empleo tradicional.

La precarización y la desalarización se han asentado en una realidad del trabajo que atraviesa nuestras sociedades con una importante cantidad de personas que se sitúan por fuera de la sociedad salarial y que desarrollan una actividad, organizada en un marco por fuera del contrato laboral, generando valor en condiciones de trabajo variada, con ingresos inestables y sin acceso a los derechos que provienen del trabajo registrado. A grandes rasgos y en base a diferentes fuentes de datos, no comparables, podemos decir que en 1986 el trabajo no registrado era del 21%, elevándose en el presente, para el conjunto de los aglomerados relevados por la Encuesta Permanente de hogares, al 37 %.

Sufragistas (2017) película de Rubén Szuchmacher. Muriel Santa Ana interpreta a Julieta Lanteri, Carolina Muzzilli, Alfonsina Storni y Salvadora Medina Onrubia, cuatro impulsoras argentinas de la igualdad de derechos civiles y políticos, y de la autonomía de las mujeres.

Así, esos territorios a los que hacemos referencia, signados de desigualdades, pueden leerse en clave de brechas laborales y brechas salariales a partir de los factores relacionados con la discriminación directa e indirecta, que se plasman en la estructura y dinámica del mercado de trabajo, en el cual instituciones laborales que no incorporen un adecuado enfoque de género pueden constituirse en productoras o reproductoras de fuentes de desigualdad. No encontramos en estos años grandes avances legislativos que hayan suplido la jurisprudencia; los pocos que han surgido, lo han hecho no sin resistencias. En términos normativos, en el año 1994, nuestro país incorporó la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) a la Constitución nacional, ratificó la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la Mujer (“Convención de Belem do Pará”) en 1996; en 2009 dictó la ley 26.485 de Protección Integral de las Mujeres, con expresa inclusión de la violencia laboral; ratificó otros convenios de la OIT sobre igualdad y no discriminación, pero aún resta modificar la Ley de Contrato de Trabajo (LCT). Entre los avances legislativos nos encontramos con la Ley de Teletrabajo N° 27.555 del año 2020, que permite la interrupción de la jornada por tareas de cuidados. La normativa establece que las personas que teletrabajen y acrediten tener a su cargo, ya sea de manera única o compartida, el cuidado de personas menores de trece años, personas con discapacidad o adultas mayores con las que convivan y que requieran asistencia específica, tendrán derecho a horarios compatibles con las tareas de cuidado a su cargo y/o a interrumpir la jornada. Así, el empleador no deberá impedir el ejercicio de este derecho, y cualquier acto suyo que lo lesione se presumirá como un acto discriminatorio.

El decreto 144/22 reglamentó el art. 179 de la LCT sobre espacios de cuidado a cargo de las empresas, el cual señala que la norma debe cumplirse durante toda la jornada de trabajo y con relación a los niños y las niñas a cargo de las personas trabajadoras, y establecer que la obligación de los establecimientos es aplicable a partir de los cuarenta y cinco días y hasta los tres años de edad inclusive. La normativa también prevé la posibilidad de sustituir la obligación por el pago de una suma dineraria no remunerativa en concepto de reintegro de gastos de guardería o trabajo de cuidados de personas y las condiciones para dicho reintegro.

Por su parte, otro avance tuvo lugar con la reglamentación de la Ley N° 26.844 en el año 2014, el Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares, al igual que el decreto 90/2023, que incluye a las trabajadoras de casas particulares en el subsidio por desempleo. También nos encontramos con una importante cantidad de proyectos legislativos que abordan el trabajo con perspectiva de género, algunos de los cuales han perdido estado parlamentario sin llegar a ser discutidos.

Como contracara, aún tenemos una deuda que anteriormente mencioné: la modificación de la Ley de Contrato de Trabajo (LCT). Para que las responsabilidades familiares dejen de ser un factor central en la división sexual del trabajo, es necesario adecuar la legislación laboral y de protección social a las reales necesidades de cuidado de la población con mayor corresponsabilidad entre varones y mujeres, entre las familias, el Estado, el mercado y la comunidad, pues la legislación laboral mantiene un sistema de regulación que responde a un trabajador varón desvinculado de las responsabilidades familiares. Por otro lado, los escasos dispositivos de protección y conciliación existentes son destinados a mujeres y están ligados al embarazo, el parto y la lactancia. Lo mismo sucede con la provisión de servicios de cuidado para hijos/as para mujeres trabajadoras.

Así, la LCT no protege a la mujer trabajadora, sino su función de reproducción social. Son normas que fueron pensadas en 1974 para el trabajador ideal, varón, y que consideran al trabajo femenino como complementario. Sin embargo, como venimos señalando, en nuestro país, en los últimos años, se han registrado buenas experiencias que avanzan hacia una redistribución igualitaria de las tareas de cuidado que es necesario seguir ampliando hacia su universalización. También es importante destacar que existe un alto grado de disparidad, que depende de la condición asalariada, formal o informal, del sector en el que la persona se desempeñe (público o privado) y de la jurisdicción.

Por su parte, se continúa cargando con mayores responsabilidades familiares a las mujeres. Un ejemplo de esta disparidad y de la desigual atribución de cargas son las licencias de maternidad y paternidad, que van desde los 90 días de licencia para las madres en la LCT a los 210 días en las legislaciones más avanzadas y, en el caso de las licencias por paternidad, que van desde los dos a los treinta días corridos.

En esa línea, una lectura de los convenios colectivos de trabajo nos permite ver que los ejes en torno a los cuales introdujeron principalmente modificaciones son los vinculados al tiempo de cuidados. Entre ellos encontramos licencias por maternidad y paternidad, licencias compartidas para el cuidado de hijos/as menores de 18 años, permisos por enfermedad de hijos/as o familiares, por adaptación escolar; entre otras. En relación con un tema sensible, como es el dinero para cuidar, hallamos legislación relativa a transferencias específicas por cantidad de hijos/as, ayuda escolar, kits de inicio de ciclo escolar y ajuar de bienvenida al recién nacido; subsidios de jardín maternal y espacios de primera infancia, entre otras, y servicios de cuidado: centros en espacios de trabajo para hijos/as de trabajadores/as hasta la edad de escolarización obligatoria y lactarios, entre otras.

En cuanto a condiciones laborales, la LCT incluye la igualdad formal (arts. 17, 81, 172) y se ha derogado en el año 1991, mediante la ley 24.012, la prohibición de la realización de trabajos nocturnos para las mujeres. Por su parte, se les prohíbe la posibilidad de realizar trabajos a domicilio, pudiendo por ello cobrar un monto extra (art. 175); asimismo, prohíbe la realización de trabajos peligrosos e insalubres, y prevé licencias por cuidados solo para ellas. Consagra el derecho de excedencia (posibilidad de extender la licencia por nacimiento para la mujer) sin sueldo, sin aportes jubilatorios, sin cómputo de antigüedad, lo que tiene luego un impacto en el salario, y solo termina acrecentando la brecha salarial y, en muchos casos, atenta contra relaciones más equitativas al interior de las unidades residenciales.

En cuanto a la protección a la maternidad, le asigna a la mujer el rol exclusivo de los cuidados, cuando hoy encontramos, en muchos convenios, cambios sustanciales. Claro está que esto tiene su correlato en los espacios laborales, dado que también moldea la demanda de trabajadores/as para uno u otro puesto, tarea y categoría laboral, por lo que resulta central poder pensar acciones que contemplen los cambios normativos, pero también las prácticas organizacionales.

En este plano, y como señala Wendy Brown, los derechos pueden atenuar la subordinación y las violaciones a las que somos vulnerables las mujeres en un régimen social político y económico que aún sigue siendo patriarcal, aun teniendo en cuenta los grandes avances; pero no pueden vencer ni al régimen ni a sus mecanismos de reproducción. No eliminan la dominación masculina aun cuando suavizan algunos de sus efectos, lo cual no pasaría a ser algo menor. No obstante, es central poder ver esto a la luz de los otros logros y de los grandes cambios que se están dando a nivel global.

Por último, quiero detenerme en la ley de cuotas para las elecciones parlamentarias, en tanto medidas de acción positiva que han sido centrales para traccionar el acceso a mujeres a espacios antes vedados y tan centrales para modificar prácticas. Esta fue sancionada el 6 de noviembre de 1991 y supuso una conquista para la integración de las mujeres en las listas de candidatos/as a los cargos elegibles, con posibilidad de resultar electas, con un mínimo del 30%. Esta regulación fue luego reemplazada en el año 2017 por la Ley Nº 27.412, que establece un sistema de paridad de género en los órganos legislativos nacionales y regionales. Después de este hito para las mujeres argentinas se luchó por el cupo sindical femenino: en mayo del año 1994 se presentó un proyecto de Ley de Cupo Sindical que fracasó, pero en el 2002, después de varios años, se sancionó y promulgó la Ley N° 25.674 de Cupo Sindical Femenino y su decreto complementario, el 514/2003. Es una medida de “acción positiva o afirmativa”, en tanto se constituye en un instrumento de corrección de desigualdades. Da cuenta de la existencia de una situación de desigualdad entre mujeres y varones y la necesidad de corregirla. Esta norma hace referencia a cargos electivos y de representación, así como a la conformación de las mesas de negociación colectiva.

Así, frente a los 40 años de democracia, que nos encuentran con grandes avances y con un devenir de desigualdades que se nos imponen día a día, donde aún se hacen presentes nudos estructurales de la desigualdad de género, se plantea la necesidad de pensar en una transformación en el modelo de desarrollo, donde desde el feminismo se propone, como modelo alternativo, la sociedad del cuidado, una organización societal que ubica la sostenibilidad de la vida como el objetivo prioritario que, a su vez, permita desatar los nudos estructurales de las desigualdades de género. Y donde tenemos el gran desafío de continuar actuando en varias bandas paralelas que desafíen los núcleos presentes de la división sexual del trabajo, que solo pueden ser pensados si concebimos a los espacios, no de manera fragmentada, sino articulados entre sí.