Por Florencia Sotelo, directora nacional de fortalecimiento del acceso a la justicia en casos de violencia por razones de género del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad de la Nación.
En las últimas semanas el sistema de administración de justicia volvió a ser cuestionado por su incapacidad de dar respuestas efectivas a quienes sufren violencias por motivos de género. Desde hace muchos años los movimientos feministas y de la diversidad vienen denunciando los serios déficits que encuentran las mujeres y LGBTI+ para acceder a la justicia cuando lo necesitan. Esta crítica también es formulada por otros movimientos sociales frente a distintas violaciones a los derechos humanos. Entre ellas, la violencia policial es quizá uno de los casos más paradigmáticos por sus altos índices de impunidad y los obstáculos que se observan en el trámite de las causas.
El acceso a la justicia es un derecho fundamental y es urgente que los distintos poderes del Estado atiendan, cada uno en el ámbito de sus competencias, los distntos aspectos que están involucrados para garantizar su ejercicio. Para ello, es necesario partir de una definición común sobre qué es el acceso a la justicia y un diagnóstico fundado sobre cuáles son los problemas reales que enfrentan las personas.
Haydee Birgin y Beatríz Kohen plantean que el acceso a la justicia comprende tres dimensiones: a) el acceso propiamente dicho, es decir, la posibilidad de que las personas puedan llegar efectivamente al sistema de justicia; b) la disponibilidad de un buen servicio de justicia que brinde un trato respetuoso y respuestas efectivas de acuerdo a las necesidades de las personas, en un tiempo prudencial; y c) la posibilidad de que las personas puedan sostener el proceso, sin verse obligadas a abandonarlo por la falta de recursos, el desgaste emocional, la revictimización o el miedo a represalias (Birgin, H. y Kohen, B.: “Acceso a la justicia como garantía de igualdad. Instituciones, actores y experiencias comparadas”, 2006).
Tradicionalmente, los modelos de gestión estatal para el abordaje de situaciones de violencia de género se centraron en la primera dimensión del acceso a la justicia, es decir, procuraron facilitar sólo la denuncia de hechos de violencia. Pero este modelo ha dado ya sobradas muestras de ser insuficiente. No sólo desatiende las otras dimensiones del acceso a la justicia (que son centrales para la personas), sino que no toma en cuenta un amplio abanico de vulnerabilidades estructurales de las mujeres y LGBTI+ que son claves para que puedan obtener reparación y vivir una vida libre de violencia.
La violencia por motivos de género no es un fenómeno individual, sino la consecuencia de la desigualdad estructural entre los géneros. Esta desigualdad hace que mujeres y LGBTI+ tengan un acceso restringido a sus derechos fundamentales y a los recursos económicos y sociales, lo que a su vez aumenta su vulnerabilidad frente a la violencia física, sexual, económica, psicológica o simbólica. Todo episodio de violencia de género pone en evidencia la vulneración de una amplia gama de derechos que el Estado tiene la obligación de atender.
El Poder Judicial no ha sido -ni será mientras siga reproduciendo las mismas lógicas de funcionamiento- un escenario receptivo a atender estas demandas.
Los datos disponibles sobre el funcionamiento del sistema de justicia en causas por violencia de género muestran que las mujeres que transitan una causa (penal o civil) experimentan diversas formas de revictimización y violencia institucional. Según una investigación de la Dirección General de Políticas de Género del Ministerio Público Fiscal de la Nación, de una muestra de 123 causas que tramitaron en la justicia nacional, la mayoría de los expedientes finalizaron con el sobreseimiento del imputado (80%) o el archivo de las actuaciones antes de ser elevadas a juicio (15%). Este mismo estudio señaló que muchas mujeres denunciaron varias veces al mismo agresor (21%) y que 1 de cada cuatro mujeres abandonaron los procesos judiciales o se retractaron.
Otro dato alarmante es que muchas mujeres y LGBTI+ no llegaron a denunciar las violencias que sufrían: según el informe anual de femicidios que publica la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en 2019, sólo 1 de cada 5 víctimas de femicidio había realizado una denuncia de manera previa.
Los procesos civiles y penales siguen lógicas burocráticas y formalizadas que suponen serias limitaciones para contener las demandas y necesidades de las partes. Las mujeres y LGBTI+ tienen la responsabilidad de impulsarlos y sostenerlos durante años, lo que es incompatible con su necesidad de poner fin inmediatamente a la violencia. Quienes deciden denunciar deben afrontar un enorme desgaste emocional y económico, muchas veces en soledad (salvo cuando se han contactado con alguna organización o construido su propia red de sostén). También enfrentan serios riesgos para su integridad física y no existen mecanismos efectivos para proteger a quienes denuncian hechos graves de violencia. La justicia penal -en el mejor de los casos- sanciona delitos pasados pero no aborda las amenazas, hostigamientos o lesiones como situaciones de violencia de género en curso.
Por sobre estos problemas, muchos funcionaries judiciales carecen de las herramientas necesarias para lidiar con las complejas conflictividades sociales que se les presentan. Esto se refleja en la incapacidad de comprender los fenómenos de violencia, sus dinámicas, especificidades y a qué indicadores deben prestar atención para actuar con debida diligencia. Tampoco están capacitades para brindar un trato adecuado a víctimas de delitos, familiares y testigues, que evite la revictimización y no genere nuevas formas de violencia institucional.
Este diagnóstico pone en evidencia la necesidad de avanzar en una reforma profunda de los sistemas de justicia que además establezca procedimientos más efectivos para la violencia por motivos de género. Pero sugiere también la necesidad de construir una alianza entre todas las agencias del Estado que supere el modelo tradicional y avance en la construcción de un modelo de abordaje integral de las violencias.
Este modelo tiene que ser, en primer lugar, más accesible a las mujeres y LGBTI+ y plantear nuevas formas de trabajo. Debe atender simultáneamente los diversos derechos que se encuentran vulnerados en los contextos de violencia de género (derecho a la salud física y psicológica, a la vivienda, a la autonomía económica, entre otros). Y no debe esperar a que las personas formalicen una denuncia, ni centrarse únicamente en el proceso judicial, sino estar a disposición desde antes para darles información y acompañarlas mientras la situación de violencia esté en curso. Para todo esto, es necesario recuperar y jerarquizar la figura del acompañamiento especializado y profesional previsto en el art. 10 de la Ley 26.485 de Protección Integral de las Mujeres.
El acompañamiento ha demostrado ser altamente eficaz en los lugares en donde ha sido implementado. Quienes reciben acompañamiento, logran construir proyectos de vida libres de violencia sostenibles en el tiempo y encuentran menos dificultades para acceder a los recursos estatales. También se ha observado que el acompañamiento especializado puede tener un impacto positivo en las causas judiciales, al lograr que las mujeres y LGBTI+ puedan hacer valer su voz en el proceso, y de esta forma experimenten menores grado de frustración y angustia en su paso por el sistema de justicia.
El Poder Judicial tiene la responsabilidad de dar respuestas frente a los hechos graves de violencia. Pero también es necesario implementar nuevas estrategias para que las múltiples demandas de las personas que sufren violencia por motivos de género no queden al margen de los procesos judiciales, invisibilizadas y desatendidas. El acceso efectivo a la justicia requiere un abordaje integral de la violencia de género, que garantice el acceso a derechos.