Hablamos de personas.
Por Eduardo Barrionuevo, juez del Tribunal de Impugnación de Salta y presidente del Colegio de Magistrados y Funcionarios del Poder Judicial y el Ministerio Público de la Provincia de Salta
Esta afirmación que parece retórica no es tal. Resulta muy difícil en la actualidad poder hablar de lo que sucede o debería ocurrir en el mundo carcelario porque no siempre se considera a una persona privada de libertad un ser humano, un igual, un otro, miramos al “delincuente” con la lógica del enemigo.
Frente a ello, y frente a algunas voces que circulan, debemos afirmar con contundencia que los derechos humanos no son sólo de las personas privadas de libertad, pero también les pertenecen. El haber sido condenados por un delito los priva de la libertad ambulatoria, no de la dignidad. Mirar al otro como un ser humano no habla del otro habla de uno, de la sociedad en la que se vive o se desea vivir.
¿Para qué existen las cárceles?
No es éste el espacio, ni es mi intención hablar sobre la finalidad de la pena desde una perspectiva jurídica dogmática penal; sin embargo, no pueden eludirse algunas reflexiones.
El sentido de la cárcel, de la prisión de la pena privativa de libertad no es castigar, es proteger. Así lo dice nuestra Constitución Nacional desde 1853 cuando establece en su art. 18 expresa “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo”.
Las Reglas de Mandela (reglas mínimas de Naciones Unidas para el tratamiento de personas privadas de libertad) en su art. 4 expresan que “los objetivos de las penas y medidas privativas de libertad son proteger a la sociedad contra el delito y reducir la reincidencia. Estos objetivos se pueden alcanzar si se aprovecha el período de privación de libertad para lograr la reinserción de los reclusos en la sociedad para que puedan vivir de acuerdo con la ley y mantenerse con su trabajo luego de su liberación. Por eso, las cárceles deben ofrecer educación, formación profesional y trabajo…”
La grave conducta que haya motivado la condena, ni los efectos causados por ella desaparecen con la condena. Lo que buscamos como humanidad con la prisión es evitar que esas conductas lesivas se reediten, se repitan, se imiten.
Desde allí que desde distintas corrientes se afirme que la pena sirve porque comunica a otros lo que les va a pasar si delinquen o evita que quien ya delinquió siga haciéndolo. Como en la mayoría de los casos esa pena es temporal, para que la finalidad de la prisión sea racional, lógica, viable, lo que se pretende es que quién haya cumplido una condena, no delinca más, y lo ideal es que no lo haga porque adquirió nuevas perspectivas, nuevas herramientas, superó las circunstancias en las que cometió el ilicito. Para que ello ocurra, para que sea más “humano” debe ser tratado como tal, y en ese marco poder reconstruir un proyecto de vida armónico con los valores sociales que sostenemos.
Para que ello ocurra dos contextos son importantes, el afectivo y el educativo: El primero, el afectivo implica que las personas privadas de libertad tienen el derecho a comunicarse con sus familiares y amigos. El segundo que tienen que poder insertarse en capacitaciones, cursos, educación formal en sus distitnos niveles.
¿Qué pasó en la pandemia con esos derechos?
La pandemia puso en crisis el modo en que vivimos, y ello ocurrió también en el ámbito carcelario.
Los de afuera tuvimos que encerrarnos y aprendimos a estar comunicados y conectados por otras vías. Las llamadas, chateos, videos llamadas, encuentros por zoom, etc, pasaron a ser vitales, a permitirnos estar con los otros.
En la cárceles argentinas los celulares están prohibidos por la Ley de Ejecución Penitenciaria. Con lo cual las restricciones pusieron en crisis los derechos humanos a estar en contacto con familia y afectos y a educarse dado que no se permitía visitas o no había posibilidad de concurrir a las cárceles por las resitrcciones, falta de transporte público, etc.
Eso hizo que alguna buena gente, entre las que rescato a Mario Juliano, impulsaran acciones de habeas corpus a fin de efectivizar esos derechos.
La no comunicación agravaba la vida de los y las presas y de sus familias. Generaba angustia y crisis en muchos centros de detención.
Hay un derecho “a la no trascendencia de la pena”, es decir un derecho a que la pena, consecuencia merecida por haber cometido un delito, sea soportada sólo por quien lo realizó. Las familias de quienes han delinquido son personas, muchas de ellas sufrientes y sin responsabilidad sobre los hechos que motivaron a la condena de sus padres, madres, hijas/os, etc. No deben responder por el delito no cometido, no debían ser entonces privados de poder tener un contacto afectivo, saberse amados, poder despedirse, recibir consuelo antes las pérdidas, compartir el llanto frente a un fallecido, todo lo que sí podíamos hacer quienes no teníamos familiares privados de libertad.
El derecho humano a la comunicación, a poder saber del estado de salud de familiares, a que un niño pueda recibir un “te quiero” de su papá, existe sin importar que el padre de ese niño haya cometido un robo o que el hijo de la anciana enferma de covid haya vendido estupefacientes. Ese derecho humano tan evidente se vio interrumpido.
La imposibilidad de comunicarse por celulares o por otro medio tecnológico era la barrera que impedía el ejercicio de un derecho humano y por ello había que buscar soluciones.
Si bien hay que reconocer que es un dato de la realidad que en las cárceles ingresan los celulares en forma ilegal, del mismo modo que ilegalmente ingresan sustancias prohibidas y que a veces esos celulares se usan para cometer delitos no menos cierto es que del mismo modo se mal usan medios tecnológicos fuera de los centros penitenciarios. Durante la pandemia los delitos electrónicos crecieron exponencialmente y no por el uso de celulares por personas privadas de libertad.
¿Qué se hizo?
En distintos ámbitos se vio la necesidad de buscar el modo de efectivizar el derecho a la comunicación y surgió la posibilidad de un uso reglamentado de celulares registrados, en número de IMEi, chips, telefonos a los que se puede llamar, horas y lugares de uso supervisados, etc.
Algunas personas, entre las que se destaca Mario Juliano, busco respuestas en la Justicia y fue a través de autorizaciones judiciales, habeas corpus mediante, que los celulares ingresaron lícitamente a las cárceles y pudieron ser bien usados, para facilitar la comunicación de personas libres, sin reproche penal y sus familiares presas y presos.
En algunas jurisdicciones también se permitió continuar estudios y capacitaciones a través de herramientas tecnológicas.
¿Qué nos falta?
Si esperamos que las personas privadas de libertad construyan proyectos saludables para la convivencia social, al igual que frente a otras situaciones, sólo hay un camino, la inclusión y ello hoy se traduce en acceso a tecnología adecuada.
El acceso a medios tecnológicos debidamente reglamentados y supervisados es un debate pendiente en Argentina. Este debate debe hacerse con participación de expertos, jueces, ministerio público, colegios de abogados, servicio penitenciario, internas/os de unidades carcelarias, asociaciones de víctimas, etc. Bregamos que pueda hacerse pronto.