Reflexiones de Lucas Raspall, Médico psiquiatra egresado de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), psicoterapeuta cognitivo posracionalista, especialista en psicoterapia zen y acupuntor.

La serie «Adolescencia», de Netflix, abrió viejos nuevos interrogantes. Vale la pena tomar la invitación a reflexionar en torno a esta etapa que reclama más y mejor acompañamiento.
Son tantos los elementos para analizar: Las escenas, los diálogos, los silencios. Son tantos los abrazos que quise dar. Y tanto más la angustia que tengo apretada.
Considero que la serie no retrata la adolescencia, sino, cuanto mucho, sólo un momento, un trágico paréntesis de la historia de un solo adolescente. Por eso, la serie bien se podría haber titulado «Jamie». ¿Qué significa esto? La biografía de Jamie no representa la adolescencia, sino un camino posible. No todos los adolescentes -varones o mujeres- van llegan a espirales de tanta impulsividad y desorganización, así como tampoco a ese nivel de violencia, capaz de derivar en un crimen. Quiero decir, no es conveniente normalizar tanto desorden, como si fuera propio o natural de la etapa.
Por supuesto que sí hay elementos que, en otra calidad y cantidad, son frecuentes de presentarse en esos años de tantos cambios, desafíos y duelos, pero no tienen por qué llegar a cristalizarse en una tragedia.
Luego, cuando la serie abre el foco más allá de Jamie, lo hace sin salirse de situaciones que sostienen la lente sobre las dificultades y las sombras -se pueden observar con sus amigos y alumnas/os de la escuela a las que asiste-.
Lo que quiero señalar en este punto es que la adolescencia también tiene emociones positivas y saludables, que se despliegan sobre los vínculos que comienzan a explorar nuevas dimensiones. Asimismo, esta etapa también está llena de sueños, deseos, creatividad y luz.
Quizás la serie se centra más en su padre y madre, y lo que pudieron hacer en su rol parental, que en el propio Jamie.
Si pudimos encontrar retazos de la trama de Jamie en nuestra propia historia como adolescentes, lo que sigue aquí nos atraviesa de lado a lado, sin excepción. Y me animo a hacer esta valoración porque quizás el mensaje más importante es «creo que está bien que asumamos que pudimos hacer más».
Este mensaje no viene tan limpio y claro, sino que tiene idas y vueltas, se rectifica y ratifica. Porque asumirlo tiene un costo muy alto, tan grande como la honestidad y el valor que reclama poder decirlo. El costo es el de admitir que no sabemos todo, que no conocemos todo de nuestros hijos, que no siempre hacemos las cosas bien, ni tenemos razón en todos los casos. Y esto gira la lente: en vez de poner la responsabilidad afuera, la instala dentro. Este es el motivo por el cual nos incomoda tanto admitirlo, levantando las barreras de la resistencia, el menosprecio de la situación o la negación.
Y esto vale para cualquier etapa de la crianza, no sólo la adolescencia. Sino siempre terminan siendo ellos los dueños de la dificultad: cuando son bebés porque son muy demandantes, cuando son más grandes, exigentes, inseguros, luego frágiles, agresivos, parcos, irracionales… Siempre ellos, como si nosotros no tuviéramos nada que ver con el problema o el desafío.
Finalmente, el modo en que se trabaja en la serie la sentencia «creo que está bien que asumamos que pudimos hacer más», es tan cuidadoso y sensible, que vale la pena aceptar la invitación. Porque lo hace sin dejar a nadie empantanado en el lodo de la culpa, de una manera cercana, sincera y compasiva.
Insisto: sin caer en culpas o mandatos imposibles; sin creer que hay quienes sí lo podrían haber hecho mejor, ni que existan reglas o manuales para reducir a cero cualquier tipo de riesgo… No, no va por ahí la reflexión.
Jamie quizás sea el más velado de todos los personajes, el más difícil de conocer. En su silencio lo esconde todo, el miedo, la furia, la angustia, la vergüenza y la pena, como suele suceder en la adolescencia. También ocurre que, cuando ya no se pueden contener, explotan, ruidosas y dañinas. Allí, fruto de lo que no pudo gestionar de manera adecuada, un desenlace -el inicio de la trama-, más encontrado que buscado.
Él mismo no termina de descubrir qué es lo que pasa dentro suyo: se muestra infranqueable, con todas las respuestas; en ocasiones, incluso se llega a esconder detrás de la trinchera de la soberbia. Si bien está todo roto, no hay en la serie elementos para rastrear el origen de las fisuras.

Lo que se hace aparente es su inseguridad como «hombre» al que aspira convertirse -pongo entre comillas esa palabra porque refiere a los mandatos que la cultura le impone para ser definida como tal-. Y todo lo que le sucede ante la mirada de los pares frente a lo que él mismo asume como realidad.
Aquí un nudo fundamental de la historia: él mismo, como todos, define la forma en que se ve y describe y, a partir de allí, cómo se siente y qué tendencias a la acción genera. Se trata de un camino en el que las y los adolescentes suelen andar a oscuras o, cuanto mucho, con las velas que pueden encender sus pares -atravesados por los mismos sesgos-.
Ese es el punto en el que se nos reclama más a los adultos referentes: ser mejores guías, faros que echen algo de luz en ese sendero lleno de desafíos y peligros. Porque es fácil perderse y es más probable que, así, se hagan daño a sí mismos o a otras personas. No podemos corrernos de ahí, por mucho que nos cueste, por muy difícil que nos resulte.
¿Cuántas veces las cosas pueden salir realmente mal en la adolescencia? Mil. Que salgan bien, más o menos o mal no depende sólo de ellos, y tampoco de nosotros o de nuestro modo de criarlos. No son los amigos, ni las redes sociales. No son las hormonas, los cambios cerebrales de esta etapa ni lo heredado genéticamente. Siempre es la mezcla de todos estos ingredientes.
Aquí, una cosa es clara: nuestro llamado a la acción es a hacer todo lo que está a nuestro alcance.

El mundo digital
Las redes sociales tienen un papel de reparto muy importante, porque allí están las claves que explican el por qué, el contexto del crimen. Si bien no se les puede imputar una participación directa en la causa, la tienen, y la carátula debería llevar la calificación «dolosa». Porque no se trata de un simple mal uso, como si fuera una excepción, sino de un mecanismo conocido y diagramado estratégicamente. Un conjunto de engranajes que enganchan sus dientes de manera precisa en la rueda de la adolescencia.
Las redes sociales son la pieza justa para medir la aceptación social, fundamentalmente la de los pares. No se trata de algo menor, sino quizás una de las prioridades de esta etapa: ser aceptada/o por el grupo. Y esto se mide en cantidad de likes y en los comentarios que siguen a la imagen. La autoestima se sube a esta montaña rusa; los extremos arriba y abajo están separados por segundos. De la euforia al abatimiento, de la gratitud a la sed de venganza. Un comentario -quizás codificado entre emojis- es suficiente para querer desaparecer o que alguien desaparezca.
Desde los 9 años usan dispositivos digitales para vincularse con sus pares a través de distintas redes sociales. A partir de las 11 o 12, el tiempo de uso trepa a 5 o 6 horas diarias. Sus perfiles digitales pueden o no mostrar lo que en realidad son, hacen, desean y sueñan. Lo que vale es lo que tiene mejor feedback, sea que eso toque con la verdadera esencia o no. En medio de todas las inseguridades e indefiniciones propias de esta etapa, una cámara siempre encendida, fotos que se van subiendo una tras otra, dejando una huella digital imborrable. Una exposición que, para llegar a ser más popular, debe ser arrimarse más al borde, extrema, sin medir los riesgos y consecuencias que pueda traer.
Este mensaje, más allá de que surge del reparto, también (nos) interpela. Y vuelvo a decir, como cerré la publicación anterior: quizás podemos hacer algo más. No me rindo ante la frase «todos las usan» o «no hay nada para hacer». Esos son recursos en los que buscamos amparo y consuelo. Claro que sí podemos hacer algo, y será mucho más fuerte y conveniente para nuestros hijos e hijas si lo hacemos entre todos.
La pregunta imposible
El final te empuja, sin pedir permiso y sin chance alguna de escapar, a preguntarte si podrías haber hecho más. Es que ante el hecho consumado -el crimen y el pronto juicio- no hay manera de que la inquisición no tenga lugar.
La respuesta, con el diario del lunes, es «sí». O, al menos, esa es mi respuesta -ni buena, ni mala; la que siento-. Sucede que todo se muestra más cristalino cuando los padres de Jamie conversan en la habitación, destrozados por la realidad.
Pero la respuesta podría ser otra, tres días antes; de hecho, fue otra: «no». Intentaré explicarme: digo que fue «no» porque los hechos muestran que no hicieron más que lo que hicieron -poco o mucho; da igual esa calificación en este punto del análisis-. Hicieron lo que pudieron, porque, de haber conocido lo que seguiría en la vida de Jamie y en las suyas, por supuesto que habrían hecho más.
Por esto digo que se trata de una pregunta imposible, porque en la vida no tenemos la posibilidad de ver las cartas que jugará el destino, ni de cambiar la jugada una vez que el tiempo ya pasó. No hay una respuesta concreta en el campo de la realidad, sino diferentes contestaciones y caminos en el marco de la fantasía: ¿qué hubiera pasado si hubiera hecho las cosas distintas?
Allí la culpa, la angustia, el dolor, porque un solo paso diferente podría haber modificado el futuro, evitando la tragedia. Pero no es justo, porque nadie decide su pasado con el diario del lunes. Lo que sigue entonces es el duelo, en el cual la aceptación quizás pueda hacer su aparición, sin que eso signifique que se diluya el dolor, ni siquiera por un minuto.
¿Qué podemos hacer con esa pata de elefante que la serie nos deja colocado en el pecho? Tener presente que, cada vez que podamos, hagamos un poco más o, mejor, algo diferente.