Privación de la libertad o encierro y sus efectos en la salud integral de niñeces y adolescencias

En estas líneas nos centraremos en la descripción del fenómeno que algunos autores han denominado efectos de prisionización y otros lo han estudiado desde la perspectiva de la desculturización. Con matices diferentes, los dos puntos de vista nos iluminan acerca de la profundidad y extensión de la injuria subjetiva que supone el encierro en quienes lo padecen. Haremos también una breve referencia a la experiencia que dirigió Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford en 1971, porque es especialmente elocuente de la asunción de roles en los grupos determinados por el encierro. En el último apartado, trataremos de identificar los criterios que permitan disminuir esos efectos en los adolescentes infractores que sufren la medida.

Por José Antonio Rodríguez, psicólogo, especialista en diseño y gestión de programas sociales. Profesor regular adjunto de Psicología Jurídica de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires
Profesor titular de psicología jurídica de la Universidad Maimónides. Fue director de Centros de régimen cerrado dependientes de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (2001-2005); y director nacional para adolescentes infractores de la ley penal (2015).

José Antonio Rodríguez

Sabemos desde ya mucho tiempo (Clemmer, D; 1940) que la privación de libertad tiene importantes consecuencias negativas en las personas que padecen el encierro. La mayor o menor gravedad de ellas depende de algunos factores, tales como la duración de la medida, el momento de desarrollo y las características personales del sujeto, su situación de vulnerabilidad relativa y las condiciones de alojamiento.

En estas líneas nos centraremos en la descripción del fenómeno que algunos autores han denominado efectos de prisionización y otros lo han estudiado desde la perspectiva de la desculturización. Con matices diferentes, los dos puntos de vista nos iluminan acerca de la profundidad y extensión de la injuria subjetiva que supone el encierro en quienes lo padecen. Haremos también una breve referencia a la experiencia que dirigió Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford en 1971, porque es especialmente elocuente de la asunción de roles en los grupos determinados por el encierro.

En el último apartado, trataremos de identificar los criterios que permitan disminuir esos efectos en los adolescentes infractores que sufren la medida.

Prisionización

Los efectos de prisionización devienen de la aceptación del rol de presidiario, que es una identidad socialmente desvalorizada, tanto dentro como fuera de las instituciones carcelarias. La acumulación de información sobre el funcionamiento de la cárcel (sobre todo de sus innumerables matices informales), la adaptación a las formas particulares de vestir, comer y dormir; el uso de un argot particular, la actitud de enajenación hacia cualquier elemento propio de la institución; la demanda continua de beneficios carcelarios y la convicción de que se obtienen mediante el pedido constante, la amenaza o intercambio de favores (usualmente, una combinación de los tres); son algunas de sus manifestaciones más evidentes.

El conjunto de estos rasgos es incompatible con los modos de relación aceptables en los intercambios ciudadanos de una sociedad libre, pero la asunción de esta subcultura carcelaria le permite al sujeto, hasta cierto punto, aliviar o contrarrestar las inevitables privaciones que conlleva el encierro. En el fondo, esta subcultura procura establecer un sentido a la vida dentro de la institución; dando por sentado un proceso de degradación simbólica producto de los sufrimientos materiales, psicológicos y sociales inevitables en el encierro.

La privación de libertad induce a una falta de autonomía característica de las instituciones carcelarias, debido a la minuciosa observación que se ejerce sobre la conducta de los sujetos. Esta observación no proviene siempre o necesariamente de las autoridades sino –y sobre todo- del grupo de residentes. En la situación de encierro los otros están siempre demasiado cerca, una presencia continua e incómoda, cuando no amenazante y dolorosa. El control sobre el propio comportamiento se desplaza así hacia el exterior del sujeto, con la consiguiente disminución de su autoestima[1]. Las consecuencias de este desplazamiento se observan en los altos niveles de dogmatismo, autoritarismo y ansiedad concomitantes. Es importante atender esta cuestión, porque el personal de custodia no suficientemente entrenado (lo que desgraciadamente, suele verse con mucha frecuencia) tiende a creer que aumenta su control sobre la población institucional si consigue rebajar la autoestima de los internos (Zimbardo P. y otros; 1975).

La prisionización es, desde un punto de vista psicológico, una respuesta adaptativa del sujeto a la situación en la que se encuentra. Esto quiere decir que le permite sostener su funcionamiento mental con el menor costo personal posible. Podríamos decir, forzando un poco los términos, que la prisionización es una respuesta “adecuada” a los estímulos de un entorno injuriante dado que, desde el punto de vista de la economía psíquica, es preferible a la desadaptación.

El fenómeno de la prisionización se observa en una serie de efectos en los sujetos, como ciertos hábitos motores, consistentes en una peculiar manera de moverse y de estar en el espacio, de concebir la distancia con los otros, ciertos gestos y formas de caminar; que los tornan reconocibles para un observador atento. Esos hábitos contienen la violencia de la cual provienen. Por ejemplo, ciertos movimientos de los brazos y manos cuando se procura intimidar, o una inmovilidad relativa (por ejemplo, cruzar las manos por detrás del cuerpo) cuando se trata de transmitir confianza o sumisión. Estos gestos son impuestos por el grupo de residentes a sus miembros los sujetos y su realización interpretada en el registro de la hostilidad.

El descuido en la presentación personal también es un efecto característico, que se extiende a la despreocupación por el cuidado del hábitat y el desinterés por cualquier tarea, que suele ser vivenciada como una actividad sumisa y como si su realización consumara una posición de docilidad que dejaría al sujeto expuesto a la voluntad de los otros.

Una pasividad alarmante frente a sus propios problemas suele ser la contracara de una demanda constante a que otros (agentes de la institución o del poder judicial) resuelvan sus necesidades. El sujeto tiende a instalarse en una inactividad casi total con hábitos que la refuerzan, tales como mirar televisión la mayor parte de su tiempo disponible, desentendiéndose de la organización autónoma su vida aún dentro de los estrechos márgenes que podría ofrecerle la institución.

Pueden observarse también somatizaciones, entendidas como mecanismos de defensa inconscientes que transforman un malestar emocional en un síntoma físico; mediante el cual el sujeto consigue preocuparse por su afección corporal en lugar de la emoción concomitante a su sufrimiento psíquico primario. A veces, ese sufrimiento corporal es “real” (el sujeto efectivamente padece gastritis, por ejemplo) y en ocasiones despierta la sospecha, en los profesionales que lo asisten, de que no siente lo que afirma padecer. En cualquier caso, las somatizaciones se instalan como una demanda permanente de servicios médicos, procurando así un enigma más o menos diagnosticado a los profesionales de la salud y el beneficio secundario de unos ciertos cuidados (más o menos aceptables) para el sujeto, además del goce neurótico de presentarse como una incógnita para otro.

En las instituciones de encierro, la socialización restringida es un fenómeno universal y espontáneo. A menos que el abordaje profesional incorpore este problema en sus objetivos, se produce inexorablemente. Esto significa que el sujeto pertenecerá a un pequeño grupo, del que padece una presión constante, y se encuentra en conflicto (más o menos agresivo) con los otros grupos que viven en la institución. Este fenómeno aumenta exponencialmente la vulnerabilidad del sujeto en el encierro. Por ejemplo, no siempre puede incorporarse a las siempre escasas actividades que se desarrollan en el centro porque depende de lo que hagan los otros miembros de su grupo y de los demás grupos. La escasa participación posterga y restringe sus posibilidades de (re)socialización.

También se puede observar una reconfiguración del lenguaje como un efecto subjetivo del padecimiento de la medida de privación de libertad. Y esto por dos vías. En primer lugar, como un lenguaje pre elaborado que responde a una serie de ideas y creencias más o menos compartidas con el resto de la población (lo que se transmite o se “aprende” en la cárcel). Es un “saber” que implica decir –o no decir- cosas que se supone que son útiles para obtener “buenos informes” o beneficios carcelarios. Ese lenguaje estereotipado no obedece a las circunstancias concretas del sujeto, sino que tiene el objetivo de mejorar su situación, o de no modificarla; dependiendo el caso. Este efecto de inautenticidad que adopta el lenguaje de los internos –y también del personal- transforma la comunicación verbal en un elemento secundario en las tomas de decisiones o posiciones concretas en la institución, cuyos modos contribuye enormemente a rituales sin sentido. Es decir, separándola de sus objetivos formales, de su sentido originario.

El lenguaje adopta también el argot característico de las prisiones, que suele ser bastante dinámico (no se habla de la misma forma diez años antes que diez años después en el mismo lugar) aunque, por supuesto, algunos elementos sean más estables que otros. El lenguaje carcelario adapta las categorías mentales del sujeto al encierro y lo separa de la sociedad abierta. Desde luego, no hay límites impermeables entre el encierro y su entorno exterior. Muchas palabras o giros idiomáticos que podemos suponer que han nacido en el encierro se utilizan también en la sociedad abierta, a la que llegan por medio de canciones, de la literatura e incluso por los medios de comunicación masiva. Cuando eso sucede, aquellos vocablos ganan un cierto valor de ingenio y pierden la gravedad que tenían en su origen. Pero dentro de la cárcel, las palabras tienen un peso y una fuerza de la que carecen afuera. Determinan lugares simbólicos y trasladan una violencia potencial que ciñe la existencia del interno. Muchas veces, la sola pronunciación de una palabra, o la insinuación de un gesto, es el detonante de una agresión incontrolada. Naturalmente entonces, el sujeto bajo encierro maneja un repertorio de palabras bastante restringido y las administra con la precaución que requiere la hostilidad interpersonal.

El sujeto encerrado es, fatalmente, un sujeto demandante, por la situación de regresión que le impone la institución. En su vida cotidiana no puede casi tomar ninguna decisión sobre sí mismo; porque depende de otros para cosas tan nimias como fumar un cigarrillo, tomar una golosina o leer un libro. Así, tiende a ubicarse como el centro de una serie continua de reclamos y de la búsqueda de beneficios inmediatos. Este efecto cristaliza una perspectiva de inmediatez, sin una proyección vital hacia el futuro.

El incremento de la ansiedad es otra consecuencia del encierro, que potencia sus efectos negativos en torno a la autoimagen y autoestima, porque la privación de libertad necesariamente comporta una condena moral. Debe tenerse en cuenta, además, que nuestro universo cultural sobrevalora la posesión de objetos de consumo, tensión que está en la base del delito adolescente. La sociedad promueve el consumo y castiga a quienes no se allanan a la utilización de medios que la misma sociedad considera apropiados. El problema es que esos medios apropiados –acceso al sistema de educación y las oportunidades de trabajo- se restringen cada vez más para sectores cada vez más amplios de la población, generando las zonas de vulnerabilidad de las que se nutre el sistema penal. Muchos sujetos encarcelados no pueden acceder, ni conocen vivencialmente, el modo legítimo de conseguir bienes socialmente valorados.

El desarrollo de la ansiedad puede ser acompañado de otros trastornos, tales como la depresión y la hipocondría, llevando incluso a la ideación suicida y rigidizando el repertorio de comportamientos adaptativos del sujeto. A la vez que procura adaptarse para soportar el encierro, pierde la flexibilidad que necesita la sociabilidad en el medio abierto. Si este proceso se agrava puede perjudicar el funcionamiento mental mediante el deterioro cognitivo y las alteraciones en la percepción (alteraciones en la visión, audición, gusto y olfato, entre los más típicos).

Desculturización

El concepto de desculturización se lo debemos a Erving Goffman (1961), que lo concibió como los efectos del internamiento vinculados a la institución total. Para el autor, tales instituciones se caracterizan por ser absorbentes; como consecuencia de los obstáculos que interponen a la interacción social de sus internos con el exterior. Las instituciones totales se caracterizan porque

  • Todos los aspectos de la vida del sujeto se desarrollan en el mismo lugar y bajo la misma autoridad.
  • Todo lo que el sujeto hace, lo hace con otros.
  • Todos los aspectos de la vida del sujeto están programados (o el ocio es obligatorio).
  • Tienen un sistema de mortificación y un sistema de privilegios (normalmente informales).

La mortificación que produce el encierro sobre el sujeto consiste en procesos de desfiguración y contaminación. La primera afecta la propia imagen del yo por la pérdida de las referencias habituales de los otros significativos que contribuyen a estabilizarla. Los hechos que ocurren a su alrededor refutan dramáticamente la autopercepción del sujeto. El proceso de contaminación consiste en la asunción ritual de actitudes y comportamientos que resultan de una exigencia de la adaptación grupal. Esto provoca cambios en las creencias que tiene el sujeto sobre sí mismo y sobre los otros significativos, lo que lleva a una mutilación del yo, que es la pérdida de la necesaria flexibilidad adaptativa que requiere el yo en relación con la realidad social circundante al sujeto. Esto significa la relativa pérdida de aptitud para la vida en libertad mediante la disminución de la fuerza de voluntad, el sentido de responsabilidad sobre la propia situación económica y social, cierto detrimento en la capacidad de captar la realidad común y el extrañamiento subjetivo de los comportamientos socialmente esperables en torno a valores socialmente aceptados. En el extremo, puede darse la asunción de las actitudes, comportamientos y valores propios de la subcultura carcelaria.

E. Goffman identifica cuatro modos de adaptación a las condiciones de vida de las instituciones totales:

  • Regresión situacional: Es la evasión psicológica ante la situación y puede –y a menudo suele- potenciarse por el consumo de sustancias psicoactivas.
  • Intransigencia: Consiste en el enfrentamiento con la institución; el desafío más o menos velado y la negación a colaborar.
  • Colonización: Supone la integración al mundo de la prisión, que puede llegar al extremo de hacer cosas (más o menos inconscientemente) para evitar salir.
  • Colaboración[2]: El sujeto acepta los fines no declarados de la institución y sus propósitos, convirtiéndose en alguien con quien se puede contar.

Los internos pueden cambiar de estrategias o utilizar varias, de acuerdo a determinadas situaciones.

El experimento de Stanford

Hemos subrayado que la situación de privación de libertad desplaza el llamado locus de control (la capacidad de autonomía del sujeto) desde el propio sujeto hacia fuera. El encierro produce una externalización progresiva del lugar de control sobre sí mismo -cuyos efectos inmediatos son una creciente dependencia y regresión psicológica- y un incremento de la hostilidad. Estas consecuencias, consideradas desde la perspectiva del impacto psicosocial del internamiento, fueron estudiadas por Phillip Zimbardo (2007), quien diseñó una situación experimental con voluntarios y reprodujo los procedimientos típicos de ingreso y estadía en un centro de detención improvisado para ese fin en los sótanos de la Facultad de Psicología de la Universidad de Stanford, California[3]. El experimento, diseñado para durar quince días, debió interrumpirse al sexto día porque el comportamiento de los sujetos se tornó incontrolable en algunos aspectos sustanciales. Las condiciones iniciales dividieron al grupo experimental (compuesto de 24 varones jóvenes, blancos y de clase media) en 12 “guardias” y 12 “presos”, con algunos elementos inductores del rol, tales como el uniforme en los guardias y un camisolín y sandalias en los presos. Rápidamente apareció en los presos un sentimiento de desindividuación, de pérdida de los elementos identitarios ligados a la decisión sobre las propias acciones. El hecho de tener que pedir permiso para actividades elementales como ir al baño, fumar, leer o escribir indujo una marcada regresión en términos de autonomía. En cuanto a los guardias, a pesar de haber sido seleccionados –como todos- por su estabilidad emocional, desarrollaron un llamativo comportamiento sádico y la necesidad creciente de controlar cada vez más a los presos, lo que los llevó a ejercitar gestos cada vez más elocuentes de poder, ejercido de un modo cada vez más arbitrario. Progresivamente los guardias aumentaban su dominio y control mientras los presos se hacían más pasivos y se auto humillaban, con consecuencias que llegaban a la pérdida de esperanza y a la depresión.

Los efectos subjetivos del experimento interrumpido duraron décadas, dando una idea de la profundidad de las heridas causadas por la experiencia en los participantes.

 

Las consecuencias del encierro en la adolescencia

Una primera observación que podemos extraer del experimento, es sobre el comportamiento espontáneo del subgrupo de guardias. Si bien hubo diferencias entre los individuos (no todos se comportaron de manera sádica, algunos tuvieron una actitud verdaderamente empática con sus compañeros de experimento en el rol complementario) la resultante del comportamiento grupal es efectivamente lacerante de la subjetividad de quienes ocupan el rol de preso, y tiende a impregnar un núcleo significativo y eficaz del grupo de guardias. La experiencia es muy elocuente acerca de los efectos del encierro tanto en los internos como en el personal cuando no cuenta con formación profesional para realizar su tarea, y sólo puede acordar con el grupo de pertenencia algunas pautas artesanales de dominio que, en busca de aumentar su expresividad, se acercan al ejercicio de una crueldad de límites muy difusos, fácilmente extensibles o franqueables.

Una segunda observación nos permite captar que los efectos se extienden mucho más allá de la terminación del período de encierro, comprometiendo seriamente la vida en sociedad y la salud del sujeto. La estigmatización –tanto como reacción social como asunción subjetiva del rol asignado institucionalmente- es un enorme obstáculo para la inserción social y, en muchísimos casos, para la integración familiar.

Una tercera observación, que basamos en una deducción solidaria con la investigación y la experiencia institucional, es que los efectos de prisionización se agravan proporcionalmente al grado de vulnerabilidad del sujeto. Al conjunto de vulnerabilidades (económicas, sociales, laborales, culturales, institucionales) que ya tienen los clientes del sistema penal se le agrega, en el caso de los adolescentes, la vulnerabilidad esencial (Beloff, M; 2020) que cabe reconocer en los sujetos en desarrollo. Se trata de una vulnerabilidad intrínseca a la niñez y la adolescencia, ya que no se encuentra socialmente determinada, como la vulnerabilidad educativa o de género, por ejemplo.

Los efectos de la prisión sobre la salud y las condiciones de existencia de las personas pueden ser, desde luego; leves, moderados o graves. Desde una perspectiva general, podemos identificar factores agravantes y reductores que conviene tener en cuenta para no dañar a las y los adolescentes que padecen la medida de privación de libertad.

El primer factor a tener en cuenta es la duración de la medida. Los efectos de prisionización tienden a aparecer, estabilizarse u agravarse cuanto mayor sea el tiempo que el sujeto permanezca encerrado. La mayoría de los adolescentes en centros de privación de la libertad suelen estar relativamente poco tiempo. Los relevamientos de la población de los dispositivos penales juveniles que publicaba la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia han dejado de consignar el dato pero, en 2015, prácticamente el 80% de los adolescentes privados de libertad en DPJ tenía menos de 6 meses de privación de libertad; el 60% menos de 3 meses y casi el 25%, menos de un mes. Menos del 3% permanecía privado de libertad por más de 2 años (SENNAF-UNICEF; 2015). Es probable que esta proporción se haya mantenido en los años subsiguientes, con esta salvedad: los relevamientos no integran a quienes, al cumplir los 18 años, continúan con la medida de privación de libertad en unidades penitenciarias. Incluyen, sin embargo, a los mayores de 18 años que cumplen una medida de acompañamiento y supervisión en territorio (no están internados), que alcanzan casi el 56% de toda la población del dispositivo alternativo, mientras constituyen casi el 40% de los privados de libertad en dispositivos penales juveniles. (SENNAF-UNICEF; 2023:54).

El segundo factor tiene que ver con la vulnerabilidad esencial de las personas en desarrollo. Cuanto más jóvenes, más graves pueden ser las consecuencias de la prisionización. El límite de punibilidad en la edad de 16 años contribuye mucho a reducir la aplicación de la privación de libertad a adolescentes demasiado jóvenes. La fuente precitada estima en menos del 2% del total de la población en dispositivos de encierro con menos de 16 años (12 adolescentes en todo el país).

La aplicación del principio de la privación de libertad como último recurso y por la mayor brevedad posible (Convención sobre los derechos del niño –CDN- 37.b.-) también contribuye a reducir los efectos de prisionización. El hecho de que casi el 80% del total de la población en dispositivos penales juveniles (4156 adolescentes y jóvenes) se encuentre en una medida alternativa a la privación de libertad (SENNAF-UNICEF; 2023:50), es también un dato elocuente acerca de los esfuerzos del sistema para reducir la medida de encierro. Esfuerzo que, desde luego, debe ser sostenido y profundizado.

La duración de la medida y el límite de la edad mínima conciernen primariamente a las decisiones judiciales, pero los siguientes dos factores dependen sobre todo del abordaje que realicen los equipos profesionales de los dispositivos penales juveniles, vale decir; del área especializada del poder ejecutivo. Estos puntos no suelen ser correctamente estimados en el funcionamiento del conjunto del sistema, por lo que reviste interés que los identifiquemos acá.

Es muy importante contar con un diagnóstico completo (psicológico/psiquiátrico, social, pedagógico, médico, nutricional) e integrado de cada adolescente bajo medida de internamiento. Es decir, el diagnóstico debe cubrir las principales áreas de su vida y el equipo profesional en su conjunto debe integrar la información en un documento que sea la base de un plan de trabajo personalizado que el adolescente y la institución deben estar en condiciones de realizar. Es muy importante que ese diagnóstico tenga en cuenta los eventuales riesgos a los que podría estar expuesto el adolescente, y administrar los medios para minimizarlos todo lo que se pueda.

El Plan de trabajo inicial, con sus líneas de base establecidas y los objetivos acordados con el joven por el equipo profesional, es el material del primer informe que la institución eleva al juzgado interviniente. El objetivo último de la intervención técnica en materia penal juvenil es que el adolescente bajo medida pueda mejorar su situación procesal en los términos del Art. 4.- de la ley 22278, en el marco de una serie de acciones concretas y coordinadas (tanto dentro de las instituciones especializadas como fuera de ellas) para generar o fortalecer las condiciones de ciudadanía en las que el adolescente pueda desarrollar su proyecto de vida. Por supuesto, tales esfuerzos deben estar orientados a viabilizar la morigeración de la medida de un modo sostenible. Esta perspectiva procura, desde la intervención técnica, coadyuvar al menor tiempo posible de la medida de encierro (CDN; 37.b.-).

Si bien toda la intervención técnica en los dispositivos de régimen cerrado está orientada hacia el egreso como horizonte (en un tiempo breve y, en consecuencia, de intenso trabajo), las condiciones de egreso deben ser aseguradas mediante dispositivos adecuados de acompañamiento para impedir el fracaso de la estrategia; lo que fatalmente será interpretado por el joven como un fracaso personal y, probablemente, asumido como un rasgo identitario. El sistema penal juvenil debe ser concebido con una función preventiva respecto al sistema penal general, de manera que ciertos fracasos en este punto exponen gravemente a los sujetos a las consecuencias más graves del control social institucional más duro.

Para que este diagnóstico institucional y el Plan de trabajo con el adolescente  pueda realizarse, sostenerse en el tiempo y evaluarse de acuerdo a resultados; deben darse ciertas condiciones institucionales básicas.

Como podemos deducir de la descripción de los efectos de prisionización, ellos derivan en gran medida de las condiciones sociales que determina la privación de libertad. Así que la tarea institucional prioritaria debe ser transformar esas condiciones y minimizar los riesgos todo lo posible.

Aunque parezca elemental, señalemos que las condiciones edilicias del establecimiento deben ser suficientemente adecuadas para contener adolescentes en condiciones dignas para todas sus funciones vitales, desde la alimentación y el sueño hasta su formación y recreación (esta previsión ya excluye varios de los centros de nuestro país en los que se aplica la medida de encierro).

Los centros deben contar con un efectivo sistema de convivencia -y sanciones a las transgresiones de esa convivencia- administradas con un sentido pedagógico y en un enfoque de derechos. Este sistema formal debe desplazar de la vida institucional a las formaciones sociales espontáneas (tanto de la población internada como del personal de contacto) basadas en la violencia y la presión sobre los internos, donde germinan los efectos de prisionización. Ese sistema formal de convivencia debe ser acompañado por un sistema informal de actitudes y acciones que satisfagan las necesidades sociales de los miembros de la institución. En todo caso, la convivencia debe ser diseñada desde criterios profesionales. Es posible que nunca elimine completamente ciertas modalidades carcelarias en las relaciones personales, pero puede, sin duda, reducir muchísimo su potencial nocivo.

Para que un centro de régimen cerrado pueda funcionar cumpliendo con las exigencias que estamos planteando, es necesario que pueda elaborar de un modo participativo un Proyecto Institucional ampliamente compartido, y que la gestión del centro se realice con arreglo a los objetivos y recursos planteados en el Proyecto. Los residentes en los centros deben participar en la formulación del Proyecto, para lo cual es necesario que el equipo profesional genere las condiciones de esa contribución.

Factores de los efectos de prisionización
AgravantesReductores
Duración de la medidaTiempos de internamiento relativamente breves.
Momento de desarrollo personal (adolescencia)Límite de edad mínima (16 años).Privación de libertad como último recurso y la menor duración posible.
Características personalesDiagnóstico técnico y plan de trabajo adecuado.Acompañamiento profesional para asegurar el egreso.
Condiciones de alojamiento    Lugares y servicios adecuados. Sistema de convivencia profesionalmente reguladoProyecto Institucional consistente.Principio de Orden Técnico (intervenciones correctas).Principios de Seguridad Dinámica.
Fuente: elaboración propia (Rodríguez, 2024, pág. 303)

La vida cotidiana del centro debe ordenarse en torno a lo que en otro lugar (Rodríguez, JA; 2024:328) hemos llamado principio de orden técnico. Esto significa que todo lo que se hace en la institución debe ser ordenado en función de sus objetivos o, invirtiendo los términos de la ecuación: exige que cualquier actividad o proceso institucional sea revisado en su sentido a partir de los objetivos institucionales. Este principio procura dotar de sentido a las acciones y comportamientos que tienen lugar en la institución, que no pueden fundarse en el mero hecho de que siempre se hicieron de la misma manera. Esta revisión sistemática y continua del funcionamiento institucional es el equivalente de la exigencia que se le plantea a los adolescentes internados: que formulen objetivos y realicen esfuerzos subjetivos, cambios personales y actividades para alcanzarlos. Es evidente que ese proceso se puede realizar en un ámbito donde se sostiene esa actitud ética. Difícilmente se le pueda pedir a un adolescente que revise los motivos de sus acciones en una institución que no está dispuesta a revisar sus propios supuestos. La pretensión se anegaría en una formalidad estéril y burocrática. Podrá exigir el cumplimiento de algunas formalidades, pero difícilmente transmitir un verdadero sentido vital del trabajo.

Por último, aunque no menos relevante, es que la seguridad del centro (las previsiones necesarias para que los adolescentes no lo abandonen) no puede basarse en intuiciones y prejuicios sin base en conocimientos y prácticas fundadas en la evidencia y en un enfoque de derechos. Como consecuencia de la falta de formación específica sobre este tema, demasiadas veces se establecen rutinas rígidas y se descuidan aspectos centrales de la vida de los sujetos y de la convivencia. Los efectos de prisionización florecen en estas condiciones, como lo ha demostrado el experimento de la Universidad de Stanford. Casi nunca se producen de este modo en las instituciones concretas porque no son las mismas condiciones iniciales, pero se producen otros efectos tanto o más graves, emociones como el tedio o la indolencia, que resultan profundamente corrosivas para el cuidado de la salud y la vida de los sujetos y el ordenamiento de la institución de acuerdo a los fines de la integración social.

Cuando las previsiones de seguridad se integran al Proyecto institucional y se ordenan de acuerdo al principio de orden técnico, nos referimos a ellas como seguridad dinámica; que es la que corresponde implementar desde un enfoque respetuoso de los derechos de los adolescentes por parte de instituciones técnicamente eficaces. En contrario, nos referimos a la seguridad estática como esa concepción basada en el resguardo de los cuerpos con descuido de las necesidades vitales de los internos y desentendida de los objetivos institucionales formulados desde un enfoque de derechos, en la que se reproducen y profundizan los efectos de prisionización.

Referencias

Baratta, A. (1986). Criminología crítica y Crítica del Derecho Penal. Introducción a la sociología jurídico-penal. Buenos Aires: Siglo XXI.

Beloff, M. (2020). La doble condición de vulnerabilidad de las niñas. Obtenido de CIJ – Conversatorio Justicia Juvenil: https://www.cij.gov.ar/nota-38205-Conversatorio–Justicia-juvenil–la-doble-condici-n-de-vulnerabilidad-de-las-ni-as.html

Clemmer, D. (1940). The Prison Community. New York: Rinehart & Winston.

Garcia-Borés Espí, J. (2003). El impacto carcelario. Obtenido de: www.ub.edu/penal/libro/garcia-bores.rtf

Goffman, E. (1961). Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Buenos Aires: Amorrortu.

Rodríguez, J. A. (2024). La intervención técnica en materia penal juvenil. Buenos Aires: Universidad Maimónides. Editorial Científica y Literaria.

SENNAF, UNICEF . (2015). Adolescentes en Conflicto con la Ley Penal. Relevamiento Nacional. Buenos Aires: UNICEF.

SENNAF-UNICEF. (2023). Relevamiento nacional de los dispositivos penales juveniles y su población. Obtenido de https://www.unicef.org/argentina/media/20361/file/Relevamiento%20Nacional%20de%20Dispositivos%20Penales%20juveniles%20y%20su%20población-%20Primer%20semestre%202023.pdf

Zimbardo, P. (2007). El efecto Lucifer. Barcelona: Paidós.


[1] Autoestima es el conjunto de percepciones, pensamientos, sentimientos y tendencias de comportamiento que entendemos como propias de nosotros mismos. Comprende nuestra manera de ser, de comportarnos, la idea que nos hacemos de nuestro cuerpo y nuestro carácter. Es el modo en que nos evaluamos, de manera que compromete nuestro sentimiento de valía personal. Influye en nuestra manera de actuar en el mundo y de relacionarnos con los otros.

[2] E. Goffman lo llama Conversión; expresión de resonancias religiosas que, en este caso, está orientada mucho más por razones utilitarias que espirituales.

[3] Un artículo detallado sobre esta experiencia puede leerse en: www.pensamientopenal.com.ar/system/files/2015/06/doctrina41348.pdf