Un sistema en tensión y la justicia restaurativa como bisagra ética

La justicia juvenil no debe resignarse a la falsa disyuntiva entre proteger derechos o garantizar seguridad. El gran desafío ético es hacer ambas cosas a la vez, con coherencia y eficacia. La integración del enfoque restaurativo no es una quimera, sino un camino concreto para desactivar la fractura legal y social que hoy divide al sistema. Cuando la sanción se convierte en pedagogía, la reparación en reconstrucción comunitaria y la prevención en acción colectiva, la justicia juvenil deja de ser un mero trámite punitivo para transformarse en un pacto social renovado donde, verdaderamente, se reconcilian los derechos de todos con la seguridad de todos.

Por Dr. David Perelmuter, Abogado, Universidad de Buenos Aires, Juez de Cámara del Tribunal Oral de Menores Nro. 1 y Lic. Juan Manuel Conde Cárcano, Licenciado en Ciencia Política, Universidad de Buenos Aires, Empleado de la Justicia Nacional.

David Perelmuter
Juan Manuel Conde Cárcano

La justicia penal juvenil en Argentina opera como un termómetro de contradicciones sociales. Por un lado, el Decreto-Ley 22.278 (1980) –herencia normativa de la última dictadura cívico-militar– perpetúa un modelo tutelar anclado en la criminalización de la pobreza y la discrecionalidad judicial. Este régimen, vigente desde hace más de cuatro décadas, reduce al adolescente a objeto de control estatal, avalando prácticas como la privación de libertad bajo eufemismos (por ejemplo, “internación” o “tratamiento tutelar”) que en la práctica soslayan garantías básicas. En este contexto, Argentina ha sido condenada internacionalmente por haber dictado penas a prisión perpetua a personas por hechos en su minoría de edad (Fallo “Mendoza, César y ots. Vs. Argentina”; 2013). Así también, los organismos internacionales han instado a nuestro Estado a adecuar el sistema legal conforme a los parámetros y compromisos asumidos en el ámbito internacional, poniendo de evidencia nuestro  atraso en materia legislativa penal juvenil.

Por otro lado, la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN, 1990) y el reconocimiento del plexo normativo internacional en materia de niñez exigen un paradigma centrado en la protección integral, la reinserción social y la responsabilización activa del adolescente. Esta tensión normativa se ve agravada ante demandas sociales en direcciones opuestas: por una parte, víctimas que exigen celeridad procesal y respuestas de “mano dura”; por otra, organismos de derechos humanos que denuncian la estigmatización de jóvenes en contextos de marginalidad. Mientras tanto, el marco legal vigente continúa privilegiando respuestas punitivas sobre estrategias preventivas y socioeducativas. En este escenario, el desafío ético central radica en evitar falsos dilemas, cuestionándose: ¿cómo garantizar los derechos de los adolescentes en conflicto con la ley sin desoír el legítimo reclamo de justicia de las víctimas y de la sociedad?

Lejos de tratarse de objetivos antagónicos –y contrariamente a los enfoques binarios que han polarizado el debate público en términos de “garantismo” vs. “seguridad”-, sostenemos que es posible superar esta falsa disyuntiva. Para ello, se propone un modelo de justicia restaurativa triangulado que articula tres ejes complementarios:

  1. Prevención temprana: se propone implementar políticas basadas en evidencia que ataquen los factores de riesgo concretos (por ejemplo, la exclusión educativa o el consumo problemático de sustancias) mediante mesas intersectoriales que vinculen el sistema de justicia con ámbitos como la salud, la educación y el desarrollo social. De este modo, se busca romper el círculo violencia–marginalidad desde sus causas.

  2. Accountability procesal (responsabilización pedagógica): se busca redefinir la responsabilidad del adolescente desde un enfoque educativo y restaurativo, garantizando efectivamente la audiencia y la participación activa en el proceso. Es decir, que el joven entienda las consecuencias de sus actos y asuma un compromiso de cambio, en lugar de recibir únicamente un castigo acrítico.

  3. Reparación integral: se prioriza la restitución del daño a las víctimas, ya sea de forma simbólica o material, mediante acuerdos restaurativos. Con ello, la víctima deja de ser un sujeto pasivo, participando en la definición de la reparación para lograr una sensación real de justicia y cierre.

A lo largo del análisis que sigue se recorrerán algunas de las dimensiones claves para evidenciar que una justicia penal juvenil especializada y coherente con los derechos humanos no solo es posible, sino urgente. El objetivo es delinear un modelo en el cual la protección de derechos y la seguridad ciudadana se retroalimenten en una sinergia virtuosa, desactivando la lógica del chivo expiatorio y avanzando hacia una coherencia institucional con responsabilidad compartida.

I. El discurso punitivista y la prisionización sin estrategias de abordaje.

La justicia penal juvenil no puede analizarse al margen del plexo normativo internacional que establece estándares mínimos para el tratamiento de adolescentes en conflicto con la ley. La Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), las Reglas de Beijing (1985), las Directrices de Riad (1990) y las Reglas de La Habana (1990) son instrumentos internacionales reconocidos por el Estado argentino que establecen de qué manera se debe abordar a los niños, niñas y adolescentes ya sea como imputados o víctimas de delitos. Particularmente, la Convención de los Derechos del Niño goza de jerarquía constitucional. Asimismo, las Observaciones Generales del Comité de los Derechos del Niño -fundamentalmente la nro. 24- insisten en la necesidad de aplicar un enfoque restaurativo, no punitivo, que priorice la reintegración social y el respeto por la dignidad del joven. Estas disposiciones no son meras recomendaciones, sino compromisos jurídicos asumidos por el Estado Nacional, cuyo incumplimiento ha motivado sanciones y condenas internacionales por violaciones a derechos fundamentales. En este marco, cualquier política pública o legislación interna debe leerse e interpretarse a la luz de estos estándares, bajo pena de responsabilidad internacional.

El sistema penal juvenil argentino se debate en una paradoja histórica. Mientras la CDN y el resto de la normativa internacional  exigen respuestas centradas en la protección integral y la reinserción social, el vetusto Decreto-Ley 22.278 (1980), heredero de la doctrina de la “situación irregular”, mantiene un modelo tutelar que concibe al adolescente más como objeto de tutela y castigo que como sujeto de derechos. Este modelo judicializa conductas asociadas a la marginalidad (por ejemplo, detenciones de menores so pretexto de una situación de vulnerabilidad en lugar de por delitos graves) y aplica sanciones privativas de libertad sin contar con proyectos socioeducativos de fondo. El resultado es una criminogénesis institucional; “El propio sistema penal se encarga de acentuar [las condiciones de vulnerabilidad], cuando no de crearlas. […] uno de los resultados del sistema penal parece ser la neutralización por deterioro de la persona, acelerando o determinando un proceso de decadencia biosíquica de la misma[1].

La prisionización temprana de adolescentes no solo fracasa en prevenir la reincidencia. Un estudio realizado en Estados Unidos por la Universidad de Harvard en más de 30 Estados encontró que entre el 70 al 80% de los jóvenes privados de libertad vuelven a reincidir en el delito dentro de los próximos 2 o 3 años, concluyendo que hay una clara evidencia que el encarcelamiento incrementa las posibilidades de reiterancia en el conflicto con la ley penal–, sino que además profundiza las desigualdades estructurales que originan el conflicto[2].

En este andarivel, resulta adecuado traer a cuenta un estudio realizado por el Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia en Argentina, que halló que quienes recibieron su primera condena a más temprana edad tendrían efectivamente carreras delictivas más largas y prolíficas[3]

Asimismo, los adolescentes privados de libertad tienen mayores dificultades para retomar la escuela o insertarse laboralmente, lo que refuerza su exclusión. Cabe recordar que el artículo 37(b) de la CDN establece que la privación de libertad debe usarse sólo como último recurso y por el tiempo más breve posible.

Resulta fundamental hacer hincapié en que el derecho penal de adultos (ante la comisión de un delito – sanción / pena) , al priorizar el encierro sin estrategias socioeducativas, resulta ineficaz e incluso contraproducente, y cómo el modelo restaurativo propuesto emerge como una alternativa ética y efectiva frente a dicha falencia. La prisionización de adolescentes bajo el esquema tutelar actual opera como un círculo vicioso: el Estado responde al conflicto con encierro, lo que conlleva un proceso de etiquetamiento y mayor marginación y, posteriormente, lo libera estigmatizado y sin herramientas para su reinserción. Este enfoque incumple el mandato de la propia CDN de reservar la privación de libertad para situaciones excepcionales, al tiempo que reproduce identidades delictivas y naturaliza la exclusión social. La crítica no se centra en la necesidad de sancionar un delito juvenil, sino en que dicha sanción se encuentra desvinculada de un plan integral que aborde las causas del comportamiento, como la deserción escolar, la violencia intrafamiliar o el consumo problemático de sustancias.

Frente a este panorama, el modelo restaurativo triangulado –basado en responsabilización pedagógica, reparación integral y prevención temprana– propone un giro radical. Mientras el derecho penal tradicional impone sanciones de forma vertical, la justicia restaurativa construye soluciones participativas, involucrando activamente al adolescente, la víctima y la comunidad en la gestión del conflicto. Por ejemplo, en experiencias de mediación penal juvenil en distintas provincias se ha observado que el joven, al reconocer su responsabilidad, acuerda con la víctima y la comunidad una forma de reparación que puede incluir disculpas públicas y servicios comunitarios, combinados con su participación en programas de capacitación laboral o apoyo educativo. Organismos internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos o el Consejo de Europa, han reconocido que la participación activa del infractor en el proceso de reparación reduce la reincidencia al transformar la sanción en un proceso educativo y de reinserción, en lugar de ser un castigo meramente retributivo.

Una respuesta penal basada únicamente en el encierro deja de lado un aspecto fundamental: la mayoría de los adolescentes que entran en conflicto con la ley se encuentran en estado de vulnerabilidad, y faltos de protección de sus derechos esenciales. Todas las estadísticas emanadas de nuestro sistema muestran que un altísimo porcentaje de jóvenes infractores no asistía a la escuela al momento de cometer el delito. Además, muchos han experimentado abandono por parte del Estado, violencia en el ámbito familiar o problemas de salud mental desatendidos. Ante este panorama, el enfoque restaurativo propone vincular la sanción con estrategias orientadas a la restitución de derechos. En lugar de enviar a un adolescente a una institución cerrada por un delito menor, un juez podría derivarlo a un programa socioeducativo mediante un acuerdo restaurativo. Así, el joven contribuye a reparar el daño causado y, al mismo tiempo, se facilita su reinserción educativa y el acompañamiento a su familia en un plan de inclusión social. De este modo, la responsabilidad no se reduce a una simple pena, sino que busca recomponer el tejido social y, fundamentalmente, prevenir futuras infracciones.

Este enfoque no elude la legítima preocupación por la seguridad ciudadana, sino que cuestiona la efectividad de respuestas que solo consideran el delito en forma aislada, sin atender a su contexto. La lógica del derecho penal de adultos  no puede ser traspolada a la justicia especializada, pues aquella recluye a los adolescentes en instituciones con dinámicas similares a las carcelarias, lo cual, no solo contradice normativas internacionales, sino que tampoco brinda soluciones a las víctimas ni a la sociedad en su conjunto: no evita la reincidencia, no repara los daños y contribuye a reforzar el temor colectivo. En contraste, la justicia restaurativa, basada en principios internacionales, se presenta como una alternativa tanto ética como pragmática, al priorizar la protección de derechos, la participación de las víctimas en la resolución del conflicto y la transformación de la situación en una oportunidad de cambio, en miras de reducir la reiterancia en el delito.

II. La justicia restaurativa como bisagra ética entre la norma y la práctica

La marcada tensión entre el antiguo modelo tutelar del Decreto 22.278 y los estándares internacionales de protección integral no es un callejón sin salida, sino una oportunidad para repensar la justicia penal juvenil desde una perspectiva de derechos. Proponemos aquí que la justicia restaurativa funcione como el engranaje cultural que articula los tres pilares (responsabilidad pedagógica, reparación integral y prevención temprana) con el marco jurídico vigente. Se trata de entablar un diálogo fecundo entre lo normativo y lo práctico, donde la sanción no se relativiza, sino que se resignifica como herramienta de transformación individual y colectiva.

1. Accountability pedagógica: del castigo retributivo a la responsabilización con sentido

En el sistema penal tradicional, la responsabilidad -accountability- del menor de edad se entiende como el cumplimiento de una pena impuesta de forma vertical, sin espacio para la reflexión ni para la participación activa en búsqueda de soluciones. La justicia restaurativa, en cambio, opera como un puente entre la norma y la subjetividad del joven: a través de mediaciones, círculos y prácticas restaurativas u otras instancias de diálogo, se permite que el adolescente asuma su responsabilidad escuchando directamente a la víctima y a la comunidad afectada. Este enfoque, coherente con el artículo 12 de la CDN ya analizado, no anula la noción de sanción sino que la dota de un propósito educativo. En línea con el espíritu de la Ley 26.061, la idea es que la consecuencia jurídica del delito juvenil contribuya a su formación y maduración, y no a su mera estigmatización. Así, la sanción se convierte en un acto pedagógico (el joven aprende del error y trabaja para repararlo), en lugar de un ritual de exclusión social que refuerza su rol de “delincuente”.

Como punto de partida, hemos de poner énfasis en el artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), que establece que todo niño o adolescente tiene derecho a expresar su opinión en los procedimientos judiciales o administrativos que le conciernan, y que dicha opinión sea tenida en cuenta conforme a su edad y madurez. Este principio, reconocido con jerarquía constitucional en Argentina desde 1994, ha sido desarrollado por la Ley 26.061 y ha sido objeto de interpretaciones vinculantes por parte del Comité de los Derechos del Niño, especialmente en su Observación General n.º 12 (2009), que define la participación como un derecho sustantivo y transversal. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, a su vez, ha sostenido que este principio no puede entenderse como una mera formalidad, sino como una garantía sustancial que incide en la validez del proceso y en la posibilidad de lograr el interés superior del niño (OC-17/2002).

En el marco de la justicia penal juvenil, el derecho a ser oído no solo fortalece las garantías del debido proceso, sino que se convierte en una condición indispensable para cualquier modelo que aspire a ser verdaderamente restaurativo. Un adolescente que no comprende el procedimiento, que no puede expresarse con libertad o que no es escuchado de forma efectiva, difícilmente podrá asumir una responsabilidad genuina por sus actos. Por el contrario, cuando se le garantiza un espacio de escucha real, con lenguaje accesible y acompañamiento adecuado, se habilita la posibilidad de una responsabilización activa, reflexiva y pedagógica, que es el corazón de la justicia restaurativa.

Este derecho, entonces, opera como bisagra normativa y ética entre la crítica al modelo tutelar-punitivo —donde el joven es tratado como objeto pasivo de tutela o sanción— y la construcción de una justicia transformadora, donde se le reconoce como sujeto de derechos en desarrollo. La participación efectiva del adolescente permite comprender no solo el hecho delictivo, sino también sus motivaciones, contextos y trayectorias de vida, lo cual es clave para diseñar respuestas justas, proporcionales y restaurativas. A su vez, habilita el diálogo con la víctima y la comunidad, generando procesos más inclusivos, reparadores y con mayor potencial preventivo

2. Reparación integral: tejiendo redes comunitarias a partir del conflicto

El modelo tradicional de reparación suele limitarse a compensaciones económicas, que rara vez satisfacen a las víctimas y resultan inalcanzables para adolescentes en situación de vulnerabilidad. La justicia restaurativa amplía este concepto hacia una reparación simbólica y relacional, en la que el joven participa activamente en la restauración del daño, ya sea colaborando en la rehabilitación de un bien público o en actividades comunitarias. Esta práctica genera un espacio de diálogo y fortalece el sentido de pertenencia, cumpliendo al mismo tiempo con el principio de reparación integral y contribuyendo a la prevención de futuros incidentes

 

3. Prevención temprana: del diagnóstico a la acción colectiva

Quizás el vacío más grande del modelo punitivo tradicional es su incapacidad para incidir en las causas estructurales que llevan al delito. Castigar un hecho consumado tiene un alcance limitado si no se interviene en las condiciones que propiciaron ese hecho. La justicia restaurativa, al priorizar la participación activa del adolescente, su familia y la comunidad en el diseño de soluciones, permite identificar tempranamente esos nodos críticos (deserción escolar, violencia intrafamiliar, abuso de sustancias, falta de oportunidades laborales, etc.) que suelen permanecer invisibles en un proceso penal convencional. Por ejemplo, en un círculo restaurativo desarrollado en un barrio marginal, pudo revelarse que muchos de los adolescentes infractores de la zona habían abandonado la escuela simplemente porque carecían de transporte público para llegar al colegio más cercano. A partir de esa información, las autoridades y organizaciones elaboraron un programa local de becas de transporte para estudiantes, atacando así una causa concreta de la delincuencia juvenil. Este ejemplo ilustra cómo la justicia restaurativa trasciende el plano individual (el caso puntual del joven X que cometió Y delito) para convertirse en un dispositivo de política pública proactiva. Cuando de un proceso restaurativo surgen diagnósticos comunitarios, la respuesta deja de ser exclusivamente penal y pasa a articularse con políticas sociales: educación, salud, desarrollo urbano, etc. En definitiva, se fortalece la prevención entendida no como vigilancia policial, sino como acción colectiva del Estado y la sociedad para reducir las condiciones de riesgo.

4. Coherencia institucional: superando resistencias y construyendo consensos

Integrar el enfoque restaurativo en el sistema penal juvenil no está exento de obstáculos. Entre los desafíos concretos podemos mencionar: la resistencia cultural de ciertos actores  habituados al modelo tutelar-punitivo; la falta de recursos materiales y humanos para implementar programas restaurativos de calidad; y la presión social por respuestas “duras” e inmediatas ante los delitos, alimentada muchas veces por coberturas mediáticas sensacionalistas. Superar estas barreras requiere una estrategia institucional integral que incluya:

-Formación especializada de jueces, fiscales, defensores y equipos técnicos en prácticas restaurativas, para evitar que estas se apliquen de modo superficial o distorsionado. Los operadores del sistema deben comprender profundamente la filosofía restaurativa y dominar técnicas de mediación, facilitación de diálogos víctima-ofensor, etc. Una capacitación continua, con intercambio de experiencias exitosas (incluso de otras provincias o países), resulta clave en este punto.

-Articulación intersectorial: la justicia restaurativa en juventud sólo prosperará si se conecta con políticas públicas de otras áreas. Es crucial establecer mesas de trabajo interinstitucionales que vinculen al Poder Judicial con Educación, Salud, Desarrollo Social, Trabajo, entre otros.- Articulación con políticas sociales: establecer vínculos operativos entre el fuero penal juvenil y otras áreas de gobierno (educación, salud, desarrollo social, trabajo, etc.). Esto puede tomar la forma de mesas intersectoriales o protocolos de derivación, de modo que un juez no actúe aislado, sino coordinadamente con programas sociales ya existentes. Así, por ejemplo, la sanción de un joven podría acompañarse de la inclusión de su familia en planes de asistencia, o de la facilitación de vacantes escolares o tratamientos de salud mental, según corresponda.

-Corresponsabilidad institucional y comunitaria: Una justicia penal juvenil transformadora no puede descansar únicamente sobre decisiones judiciales aisladas, sino que requiere un entramado de corresponsabilidades. El concepto de corresponsabilidad alude al compromiso compartido entre Estado, comunidad y el propio adolescente en la resolución del conflicto penal. Esto implica que la protección de derechos no es una tarea exclusiva del Poder Judicial, sino que demanda la intervención activa de áreas como salud, educación, trabajo y desarrollo social, así como la participación de redes comunitarias. Asimismo, el adolescente debe ser interpelado como sujeto de derecho, pero también como agente de cambio, capaz de asumir un rol activo en su proceso de responsabilización y reinserción. La corresponsabilidad, en este sentido, habilita una justicia verdaderamente restaurativa, donde el tejido social da respuesta conjunta al daño producido y se involucra en su reparación y prevención. Este entramado de corresponsabilidades permite desplazar la carga exclusivamente penal hacia una respuesta más integral, participativa y coherente con los estándares internacionales asumidos por el Estado

-Legitimación social: impulsar campañas públicas que muestren resultados y casos de éxito de la justicia restaurativa, subrayando que este enfoque protege derechos sin descuidar la seguridad pública. Se trata de desactivar el mito de que hay que elegir entre “mano dura” o “impunidad”. Cuando la ciudadanía comprende que la restauración también implica rendición de cuentas y disminución de la reincidencia, es más probable que apoye estas iniciativas. Organizaciones de la sociedad civil (p. ej. asociaciones de víctimas, ONGs como Víctimas por la Paz, etc.) pueden jugar un rol clave como voceros de estos logros.

En definitiva, la justicia restaurativa no debe verse como una concesión ideológica ingenua, sino como una estrategia de inteligencia institucional. Su integración al sistema penal juvenil permitiría a la Argentina empezar a resolver la incongruencia entre la normativa interna y la normativa internacional a la que el Estado Nacional suscribió, se obligó y a la que, en el caso de la Convención de los Derechos del Niño, dotó de jerarquía constitucional. En este sentido, la normativa interna, conjuntamente con los instrumentos internacionales, configuran un plexo normativo único, complejo y operativo. Vale destacar que el vetusto Decreto-Ley 22.278 no necesariamente requiere ser derogado para ser transformado; puede reinterpretarse a la luz de la CDN, aplicando en su marco las medidas y principios que hemos analizado para convertir el conflicto penal juvenil en una oportunidad de prevenir, incluir y reparar. Cuando un adolescente es realmente escuchado, una víctima obtiene reparación y una comunidad participa en la solución, la justicia deja de funcionar como una máquina de daño y se convierte en un pacto ético renovado, donde derechos y seguridad no compiten entre sí, sino que se sostienen mutuamente.

Conclusión: hacia una justicia penal juvenil que reconcilie derechos y comunidad

La justicia penal juvenil en Argentina se encuentra, en efecto, en una encrucijada histórica. Por un lado, persiste el Decreto-Ley 22.278 (1980), heredero de un modelo tutelar que criminaliza la pobreza y naturaliza la exclusión. Por otro lado, se han asumido compromisos internacionales de derechos humanos que exigen un paradigma centrado en la protección integral, la reinserción social y la responsabilización activa del adolescente. A lo largo de este artículo se aportaron razones para pensar que dicha tensión no tiene por qué resolverse en favor de uno u otro polo, sino que puede volverse una oportunidad de reforma positiva. La justicia restaurativa puede y debe operar como la bisagra ética entre la norma y la práctica: el elemento que articule el mandato jurídico de garantías con las necesidades de seguridad y justicia concretas.

Recapitulando el análisis, vimos primero cómo el enfoque punitivista tradicional –anclado en la prisionización y la discrecionalidad tutelar– no solo fracasa en prevenir la reincidencia, sino que agrava las desigualdades que están en el origen del delito. En contraste, el modelo restaurativo que propusimos, estructurado en los tres pilares de accountability pedagógica, reparación integral y prevención situada, emergió no como una utopía abstracta, sino como un complemento necesario para optimizar el sistema vigente. La clave es entender que responsabilizar al adolescente no implica simplemente castigarlo, sino involucrarlo en un proceso donde comprenda el daño causado, repare a la víctima y adquiera herramientas para reconstruir su proyecto de vida.

La accountability entendida en sentido pedagógico, apoyada en el derecho a ser oído (art. 12 CDN), redefine la noción de responsabilidad juvenil como un acto de aprendizaje y maduración, no de mero sometimiento punitivo. Garantizar que el adolescente participe activamente en su proceso –en lugar de tratarlo como un objeto pasivo– lo convierte en corresponsable de la solución y rompe con la lógica estigmatizante del régimen tutelar antiguo. La reparación integral, por su parte, trasciende lo monetario: al tejer redes comunitarias (el joven trabajando codo a codo con otros miembros de su comunidad para resarcir el daño), se repara también el tejido social y se favorece la reinclusión del infractor como sujeto productivo. Finalmente, la prevención situada identifica y ataca causas estructurales (exclusión educativa, desempleo juvenil, entornos violentos), transformando la justicia en un dispositivo de política pública proactiva en lugar de un reaccionario “último eslabón” del problema.

Implementar plenamente este modelo exigirá voluntad política y corresponsabilidad institucional. Será necesario formar operadores judiciales con nuevas perspectivas, coordinar políticas sociales con la respuesta penal y fomentar una ciudadanía informada que deje de ver al adolescente únicamente como un enemigo público para reconocerlo también como sujeto de derechos en desarrollo. No partimos de cero: experiencias incipientes en varias jurisdicciones argentinas –desde programas de mediación penal juvenil hasta políticas locales de inclusión educativa y laboral para jóvenes en riesgo– demuestran que el cambio es posible cuando el Estado, la comunidad y los propios jóvenes dialogan en condiciones de respeto y horizontalidad.

En síntesis, la justicia juvenil no debe resignarse a la falsa disyuntiva entre proteger derechos o garantizar seguridad. El gran desafío ético es hacer ambas cosas a la vez, con coherencia y eficacia. La integración del enfoque restaurativo no es una quimera, sino un camino concreto para desactivar la fractura legal y social que hoy divide al sistema. Cuando la sanción se convierte en pedagogía, la reparación en reconstrucción comunitaria y la prevención en acción colectiva, la justicia juvenil deja de ser un mero trámite punitivo para transformarse en un pacto social renovado donde, verdaderamente, se reconcilian los derechos de todos con la seguridad de todos.


[1] Zaffaroni, E. R. (1988). Criminología: Aproximación desde un margen (Vol. I). Editorial Temis. (Página 26)

[2] New Thinking in Community Corrections, The Future of Youth Justice: A Community-Based Alternative to the Youth Prison Model. HARVARD Kennedy School Program in Criminal Justice Policy and Management – National Institute of Justice, October 2016

[3] UNTREF – Universidad Nacional de Tres de Febrero – Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia, Reincidencia en Argentina – Informe 2022, Pág. 43