por Diana Maffia y Paula Bodnar
Diana H. Maffía es Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y Doctora Honoris Causa por la Universidad Nacional de Córdoba. Directora del Observatorio de Género en la Justicia de la Ciudad de Buenos Aires. Investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género y profesora de Filosofía Feminista, en la carrera de Filosofía de la UBA. Es fundadora de la Red Argentina de Género, Ciencia y Tecnología (RAGCyT) y dirige el Centro Cultural Tierra Violeta.
María Paula Bodnar es abogada (UBA), cursó la Maestría en Administración Pública de la Facultad de Ciencias Económicas (UBA) y es Diplomada en Diseño y Evaluación de Políticas Públicas por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona School of Management). Desde el año 2000 trabaja en la Defensoría del Pueblo de la CABA; actualmente presta servicios en comisión en el Observatorio de Género en la Justicia y colabora como docente invitada en el Programa de Actualización en Género y Derecho de la Facultad de Derecho de la UBA.
En este artículo compartimos los hallazgos de una de las líneas de investigación en curso, reflexionando sobre los principales desafíos que enfrentan las organizaciones estatales para orientar sus prácticas y regulaciones internas hacia un abordaje de la problemática inclusivo, integrado y con perspectiva de género. Nuestras observaciones pretenden inspirar a quienes operan los instrumentos de política, sirviendo de estímulo para asumir papeles comprometidos y despojados de sesgos frente a la violencia y el acoso en los entornos de trabajo estatales.
En el año 2016 la Organización Internacional del Trabajo propuso aplicar la expresión violencia y acoso en el mundo del trabajo en referencia a: “… un continuo de comportamientos y prácticas inaceptables que probablemente se traduzcan en sufrimiento o daños físicos, psicológicos o sexuales”. (OIT, 2016, anexo I, párrafo 1). Como cuestión de derechos humanos, es responsabilidad de los Estados adoptar políticas públicas específicas e intervenciones relativas a la seguridad y salud en el trabajo, a la igualdad y no discriminación; y arbitrar herramientas dirigidas a actores no estatales con el fin de que asuman obligaciones claramente definidas en torno a la lucha contra la violencia. (OIT, 2017)
Estas orientaciones quedaron expresadas en el Convenio 190 de la OIT que reconoce un núcleo de principios y derechos fundamentales cuya realización exige acciones positivas por parte de los Estados. Por ejemplo, la sanción de normativa y otros instrumentos de política pública que plasmen la prohibición y el rechazo expreso de todas las formas de violencia y acoso en el trabajo -incluidas todas las modalidades y tipos de violencia de género-, el desarrollo de herramientas, actividades de educación, formación y sensibilización, el diseño de medidas de gestión de riesgos laborales, son principios fundamentales implícitos en el “derecho a un mundo del trabajo libre de violencia y acoso” que suponen acciones concretas en el nivel de prevención primaria. También es responsabilidad estatal ineludible, la formulación de medidas de prevención secundaria -tales como los mecanismos de queja y medios de inspección e investigación efectivos-; y de medidas terciarias, pues deberá garantizarse que las personas afectadas por la violencia y acoso laboral tengan acceso a vías de reparación, mecanismos de apoyo, acompañamiento y que faciliten la reinserción laboral.
La bibliografía especializada remarca las contradicciones entre la retórica y la práctica del tratamiento de la violencia y el acoso en el ámbito público y apela a construir nuevas formas de apoyo organizacional. (Hutchinson & Eveline 2010; Vickers, 2012). Esta preocupación se actualiza a partir de los cambios operados en las condiciones de trabajo en el contexto de la pandemia que impulsan innovaciones en las políticas de gestión del personal y su redireccionamiento poniendo con foco en el bienestar de las personas. (OIT, 2020, a y b.; PWC Argentina, 2020).
Los efectos de la violencia en el empleo estatal pueden resultar devastadores, pues frecuentemente la agresión es “re rotulada”, naturalizada y termina asumiéndose como parte del trabajo (Scialpi, 2004; Vickers, 2006 y 2012). En el largo plazo, los impactos negativos son más nocivos que en el sector privado debido a la baja rotación del personal estatal, las dificultades de trasferencia (Nunes & Tolfo, 2013; Zanin, Künzle, Barreto, & Heloani, 2015) y el uso reiterado de mecanismos para impedir las investigaciones o frustrar los procedimientos disciplinarios (Hutchinson, Vickers, Jackson & Wilkes, 2006 y 2010; Maffía & Bodnar, 2017; Nunes & Tolfo, 2013).
Típicamente las organizaciones públicas asumen la problemática como una cuestión disciplinaria, bajo ese encuadre las medidas punitivas ponen foco intenso en el/la perpetrador/a y resultan -por lo general- del ejercicio de acciones formales impulsadas de oficio o a través de mecanismos de queja que deberían conllevar a la suspensión, cese de la relación laboral u otras consecuencias referidas al progreso en la carrera o a la administración del sistema de premios y castigos.
Otra modalidad de tratamiento emergente consiste en el uso de respuestas de “naturaleza blanda” aplicando mecanismos alternativos de solución de conflictos y medidas reconciliatorias (Salin, 2009). Con respecto a estas formas se ha apuntado que pueden resultar útiles en estadios iniciales del proceso de violencia, pero no cuando escalan los conflictos y son inidóneas para aprehender la complejidad de factores organizacionales que confluyen en la emergencia de la violencia y el acoso en el trabajo (Zapf & Gross, 2001).
También son frecuentes las soluciones separativas que ponen énfasis en evitar la revictimización, aunque diluyen el interés por los aspectos estructurales y en la práctica pueden llegar a arbitrarse en perjuicio de quien se pretendía proteger.
Asimismo, en la última década se han comenzado a expandir las vías de reporte y denuncia dando intervención a organismos externos en la gestión de los conflictos e incidentes. Una opción promisoria en este sentido consiste en reconocer competencia a las Defensorías del Pueblo para recibir quejas y sustanciar investigaciones ante situaciones de violencia en los entornos laborales.
En administración comparada se registran experiencias de ampliación de los medios formales de respuesta a través de estas instituciones que asumen roles neutrales frente a los intereses en juego. En esta línea, se han señalado las posibles contribuciones de la figura de ombudsperson en el sector educativo (Hollis, 2016) y en otros ámbitos de trabajo (Curtin, 2018). Y con particular referencia a la protección de los derechos de agentes estatales, es posible encontrar ejemplos específicos de medidas impulsadas por las Defensorías del Pueblo para la prevención y tratamiento de la violencia laboral.
Los procedimientos administrativos suelen ser independientes de otras acciones disponibles y aunque las recomendaciones no tienen carácter vinculante, ejercen un magisterio de opinión y los antecedentes incorporados en los actuados administrativos pueden constituir pruebas ante la eventual judicialización de los reclamos. Por otra parte, estos organismos ofrecen servicios de asesoramiento jurídico proveyendo información relevante al momento de elegir alguna vía especifica de tutela u optar por un camino no formal.
En el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Defensoría del Pueblo local brinda orientación legal frente a consultas referidas a la temática, gestiona denuncias y/o reclamos individuales o colectivos, y actúa de oficio implementando acciones de promoción y/o dirigidas a la defensa de los derechos concernidos, de manera que es posible proporcionar alertas sobre incidentes violentos o sobre la configuración de ambientes hostiles de trabajo. Las recomendaciones pueden apuntar a reestablecer los derechos afectados ante casos concretos o revertir fallas sistemáticas verificadas en la actuación administrativa; sin dudas, una estrategia que permitiría potenciar su impacto y agilizar los tiempos de solución, consiste en estimular el uso de formas de actuación colaborativa con otras dependencias e instancias públicas.
Acortar la brecha entre el discurso y la práctica.
La problematización de la “violencia en el empleo estatal” como cuestión de política pública local ilustra diversos modos en que el discurso produce y reproduce lo violento relevante, que será objeto de interés a través de los dispositivos de política pública -como por ejemplo, la Ley n° 1225 de la CABA-. En ese proceso se constituyen entidades y relaciones sociales (Fairclough, 1992) y se posiciona a los sujetos de distintas formas, mientras que la Administración recorta la cuestión en términos de tratabilidad de manera que solamente algunos incidentes recibirán una solución por medio del procedimiento disciplinario.
La “mirada dominante” conceptualiza a la violencia en el empleo público como un conflicto interpersonal y bajo esta construcción se logra conciliar la distribución del poder y privilegios imbricados en las dinámicas propias de ese ámbito de trabajo. (Bourdieu, 2000)
Cuando los hechos no encuadran en la categoría definida reglamentariamente (como conflicto interpersonal, reiterado, sistemático) son naturalizados, y re enmarcados como ejercicio regular del poder estatal o justificados al amparo de mecanismos institucionales legítimos, dando lugar a situaciones antiéticas. De ese modo, las personas afectadas por situaciones dañosas quedan afuera del margen de tratabilidad, son invisibilizadas y se consolidan las acciones abusivas que refuerzan el ciclo de la violencia.
Al revisar las dificultades prácticas que plantea la aplicación de la Ley Nº 1225 de la Ciudad de Buenos Aires se evidencian las limitaciones de la legislación para perfilar las respuestas organizacionales con sensibilidad de género.
La violencia en el trabajo estatal está subreportada por múltiples causas tales como la inexistencia de mecanismos específicos, falta de conocimiento de los recursos disponibles, miedo a las represalias o por baja expectativa en la utilidad de las vías disponibles para brindar soluciones oportunas que permitan resolver las situaciones en tiempo y forma.
La norma proclama el objetivo de prevenir la violencia en el empleo público local, pero no contempla estímulos para motorizar medidas afines; sólo incluyó la presunción de represalias del artículo 11, mas no prevé medidas de protección de testigos, ni de facilitación de la prueba o de acompañamiento post denuncia y reinserción. (Blackwood et al 2013; Ferris, 2004)
En segundo lugar, la ley persigue objetivos de empoderamiento ya que ordena a cada jurisdicción que se establezcan procedimientos especiales para investigar los casos de violencia laboral. Sin embargo, en la administración local excepcionalmente se ha instaurado la vía especial y en general se recurre al procedimiento disciplinario para sustanciar las investigaciones. Tampoco existe un programa articulado de medidas de acompañamiento y reinserción post denuncia, y los sumarios administrativos se prolongan por plazos que exceden las pautas de razonabilidad, desalentando el uso del canal de queja formal.
Al intentar desentrañar las finalidades que inspiran a las personas afectadas por violencia o acoso a poner en marcha los recursos formales, se mencionan tres tipos de pretensiones: lograr que se introduzcan cambios en las organizaciones, el restablecimiento de los derechos afectados (por ejemplo, el cese de los tratos hostiles, la aplicación equitativa de las reglas formales, etc.) o ser reivindicadas -por ejemplo, un pedido de disculpas, la retractación, la reinserción en un ámbito de trabajo no hostil-). (Vickers, 2006)
Pero la Ley Nº 1225 se dirige exclusivamente al objetivo sancionatorio, y bajo un esquema anclado en el nivel del conflicto interpersonal ofrece una reacción organizacional punitiva basada en la atribución de responsabilidad individual. De este modo se desdibuja la naturaleza institucional y antiética del fenómeno, se invisibilizan y consolidan sus aspectos estructurales.
Cuando las políticas reducen el concepto de violencia laboral a los comportamientos individuales observables y omiten los aspectos sistémicos menos visibles se incurre en una autolimitación que impide adentrarse en las dimensiones de las relaciones de poder. (Hutchinson & Eveline, 2010; Hutchinson, 2012; D´Cruz & Noronha, 2019).
Suele apuntarse que la finalidad perseguida por las políticas internas es el bienestar organizacional; con perspectiva de género entendemos que el logro de esa meta implica la satisfacción de los derechos de todas y cada una de las personas que integran la organización. En esa línea la literatura especializada sugiere una serie de consideraciones para abordar el fenómeno.
Primero se destaca que es necesario identificar los tipos y modalidades de violencias respecto de los cuales las personas en especial situación de riesgo por causas de género están excesivamente expuestas. Asimismo, debe contemplarse la multiplicidad de efectos de la exposición a la violencia, atendiendo a las consecuencias físicas, emocionales y sociales. Además, hay que tener en cuenta la caracterización de cada sector ocupacional y analizar su composición; y en el plano institucional deben examinarse los factores organizacionales que probablemente inciden en el riesgo de violencia o el acoso. En este punto, son relevantes las interacciones con otros factores psicosociales que pueden funcionar como precursores de la violencia o el acoso laboral, la sujeción a modalidades de contratación no formales, y la naturalización de la violencia a través de la cultura organizacional. (Lippel, 2016)
El resultado práctico de las representaciones ensanchadas del problema es que logran incluir los factores de género y culturales y permiten avanzar sobre las barreras estructurales. Esta delimitación es determinante para la selección de las estrategias y recursos que se afectarán al tratamiento. (Hutchinson & Eveline, 2010)
Cuando reconstruimos la ruta crítica de la violencia son evidentes los obstáculos que deben enfrentarse para acceder a protección efectiva –a través de canales internos o externos- en las organizaciones estatales.
Las políticas internas deberían identificar con claridad cuáles son las opciones de respuesta institucional (formales e informales) que estarán asequibles y estas alternativas deben estar alineadas con las regulaciones legales aplicables -por ejemplo, en materia de facilitación de la prueba-. Esta cuestión exige un análisis detenido ya que la prueba puede resultar problemática y conducir a la revictimización.
Otro de los riesgos asociados, consiste en el efecto de insatisfacción que paradojalmente puede generar la aplicación de la legislación sancionatoria cuando se imponen pruebas imposibles. (Einarsen, Hoel & Cooper, 2003)
A pesar de los esfuerzos doctrinarios cuando repasamos la jurisprudencia sigue insistiéndose en esa exigencia aunque de a poco van ganando espacio criterios valorativos más idóneos para captar la naturaleza relacional del fenómeno que atienden al contexto en el que se desenvuelven los vínculos laborales (Keashly, 2010). En efecto, tratándose de relaciones laborales entabladas en el empleo público, el mejor posicionamiento de la Administración empleadora para colectar y procesar los datos obrantes en su poder o bajo su custodia es una realidad que no puede ser ignorada, y por aplicación del principio de la carga dinámica de las pruebas, debe recaer sobre el Estado empleador la obligación de colaborar en el esclarecimiento de los hechos controvertidos.
Por otro lado, pocos ejemplos de políticas internas individualizan los resultados esperados de su aplicación -con respecto de las personas involucradas en situaciones de violencia y la organización-, o explicitan los efectos de su ejecución.
Finalmente, debemos destacar que la accesibilidad de las políticas internas es una condición esencial para su implementación efectiva-v.g.: uso de lenguaje claro e inclusivo, adopción de glosarios, consenso de términos-. Las estrategias de gestión del cambio organizacional deben contemplar la difusión de la existencia y la comunicación de los contenidos de las políticas “enviando señales” dirigidas a quienes integran la organización.
En efecto, recurrir a las vías internas depende de la voluntad de impulsar el reporte o denuncia, por lo que se precisa atender a los factores que pueden desalentar su uso y las consecuencias indeseadas. Aunque los protocolos de prevención y tratamiento de la violencia género en los entornos de trabajo estatales buscan incentivar la comunicación y el acceso a los canales formales deberían incluirse sistemas de garantías para evitar que terminen empeorando la situación de quienes los invocan (v.g.: represalias, sanciones encubiertas), se “encajonen” los reclamos, se retrase o desaliente la aplicación de otras formas de protección (Vickers, 2012). Una buena práctica consiste en incorporar reglas expresas para garantizar la razonabilidad en los plazos para resolver las investigaciones; esta es una exigencia derivada de la garantía de acceso a vías de recurso y reparación apropiadas y eficaces formalizada en el Convenio 190 de la OIT. (Bodnar, 2020).
Los protocolos por lo general identifican a las unidades organizativas y/o personas de contacto que ejercerán roles significativos en torno a su implementación. Hay que detenerse en la conformación de estos servicios, prestando atención a las habilidades y capacidades que se valorarán, así como a los sistemas de reclutamiento, selección y entrenamiento de sus integrantes. (Ferris et al, 2018).
En el caso de la Ciudad de Buenos Aires, la Ley Nº 6083 local prevé la creación de un servicio especializado que participa en la elaboración del Protocolo de Actuación para la Prevención, Abordaje y Erradicación de la Violencia de Género y detenta competencias específicas en materia de prevención y capacitación. Al mismo tiempo, desde ese espacio se desarrollarán otros productos destinados a la organización, interactuando con instancias con incumbencias afines.
Esta solución legal introdujo una figura innovadora en la administración local, abriendo retos en torno a los procesos internos que deberán impulsarse en cada uno de los espacios alcanzados por la regulación. Es discutible si esta función debiera recaer en la misma unidad que detenta competencia específica para gestionar las relaciones laborales o si es preferible asignar ese rol a una instancia independiente. En administración comparada se adoptan soluciones muy variadas, por ejemplo, organismos de protección de derechos humanos han asumido ese papel. (Harrington, Rayner & Warren, 2012; Mokgolo & Barnard, 2019).
Propuestas bajo el prisma de la complejidad.
La producción de instrumentos de intervención específicos frente a la violencia y al acoso por causas de género se replica entre las organizaciones públicas, reforzándose las percepciones acerca del rechazo institucional.
Usualmente se asocia un conjunto de ventajas a la protocolización; primero, la existencia de una política interna debería mejorar la percepción de la justicia organizacional en la medida en que expresa la reacción de la institución frente a la cuestión que se problematiza.
En segundo lugar, hay que notar que además de ofrecer canales de acceso de las quejas o consultas, los protocolos son instrumentos de asunción de responsabilidad en tanto asignan competencias concretas e identifican la(s) instancia(s) a cargo de recibir los planteos y gestionar los procedimientos de resolución.
Además, las políticas internas pueden habilitar diferentes alternativas para el tratamiento de los conflictos y de este modo, podrían contribuir a evitar las consecuencias disvaliosas asociadas al uso de las vías de reclamo más tradicionales. Sin dudas este tema deberá estudiarse en profundidad, ya que repetir las respuestas institucionales “duras” no parece ser la mejor solución; mas el uso de mecanismos alternativos (que comienza a difundirse en los protocolos institucionales) no puede ser alentado irrestrictamente sin evaluar las efectivas posibilidades de eludir los riesgos asociados a las modalidades “blandas”.
Aprobar una política interna compone la imagen de organización reactiva, pero sin un contexto legal adecuado, podría suceder que la organización pretenda liberar la responsabilidad invocando que cumplió con el deber de cuidado/seguridad o haga uso disfuncional del protocolo. Las regulaciones legales tienen valor pedagógico, al nominar a las violencias contribuyen a su visibilización. Sin embargo, cuando las definiciones son demasiado estrechas pueden tener efecto de desprotección; como concepción subyacente, la limitación se traslada a nivel de las políticas internas, y si no se garantiza la sensibilidad de género en los contenidos y procesos (de diseño, implementación y evaluación) se corre el riesgo de reforzar los roles tradicionales o aún de empeorar la situación de las personas en desventaja desproporcionada por causas de género.
Es preciso contemplar las vinculaciones entre todas las políticas internas conjugando las soluciones a fin de evitar la frustración de expectativas y la desprotección de los derechos mediante la inacción o reglas informales que consoliden las violencias institucionalizadas.
Por ejemplo, la brecha entre regulaciones formales -legales y/o voluntarias- y prácticas es bien patente al revisar la implementación de los instrumentos que se dirigen a la inserción laboral de las personas LGTBQ+ en la Ciudad de Buenos Aires. A través de la Ley Nº 4376 –Política Pública para el reconocimiento y ejercicio pleno de la ciudadanía de las personas Lesbianas, Gays, Trans, Bisexuales e Intersexuales- el Estado local ha formulado una política pública con el objetivo explícito de promover la incorporación al mercado de trabajo (¨cupo trans”), pero al mismo tiempo, en su rol de empleador omite ejecutarla excusándose en el carácter programático del dispositivo normativo. Este juego de irresponsabilidades -en base al desdoblamiento de funciones estatales – debe leerse en clave de perpetuación de la violencia institucional.
Es indiscutible que poner en marcha una política interna dirigida a incidir en aspectos estructurales y a motorizar cambios culturales profundos exige gestionar el cambio mediante estrategias de acompañamiento apropiadas a cada contexto organizacional que permitan sortear la inclinación al rechazo de nuevas conceptualizaciones contrastantes con la cultura organizacional (Pujol Cols & Foutel, 2018).
Desde hace más de una década las investigaciones especializadas dan cuenta de la tendencia a copiar con mínimas variaciones “de estilo” soluciones diseñadas para realidades muy diversas desatendiendo a las características concretas de las organizaciones a las cuales se las pretende trasladar. Sin embargo, para que las intervenciones sean apoyadas y se movilicen los recursos necesarios para ejecutarlas, hay que identificar e incidir sobre los sesgos que impregnan las estructuras y los procesos de cada organización -incluidos la toma de decisiones y distribución del poder-. En este sentido explica Etkin (2005), que la noción de viabilidad remite a la coherencia entre los procesos identificatorios, culturales, de diseño y actualización de la estructura, así como la adopción de estrategias de cambio que no afecten la continuidad de las organizaciones.
Entendemos que es preciso mantener la visión macro del sistema orientado a la gestión de los recursos humanos, partiendo de una base compartida sobre los tipos de liderazgos y vínculos laborales deseables a partir de la cual se definan (coherente y articuladamente) los instrumentos aplicables a cada uno de los subsistemas (Bodnar, 2020).
Frente a la complejidad de la problemática deben desplegarse habilidades para trabajar en red y generar alianzas colaborativas con el fin de ofrecer respuestas reales y factibles. Estudios evaluativos de la implementación de legislación específica antiviolencia demuestran que no sólo es necesario que las personas con responsabilidades asignadas actúen hacia la consecución de los objetivos definidos, sino que se necesita desarrollar capacidades para unir esfuerzos de manera sinérgica. (Black, 2008)
La eficacia de los protocolos de prevención y abordaje de la violencia debería considerarse asociada a las oportunidades de fomentar actitudes sensibles y compromiso por parte de los niveles con responsabilidad directiva para que sea posible también integrar y valorar las experiencias de todas las personas que trabajamos en organizaciones públicas.
Cuando se reformula la cuestión de la violencia en el trabajo despersonalizándola y se descubren sus raíces institucionales resulta un imperativo ético para el Estado empleador proyectar sus políticas internas con foco en el bienestar de las personas, resignificando el rol del personal a su servicio con medidas que atraviesen toda la trama regulatoria implicada en la gestión de los recursos humanos.
En definitiva, no podemos perder de vista que buena parte de las violencias suponen usos disfuncionales de las propias regulaciones formales –por ejemplo: en la evaluación del desempeño, en la aplicación del sistema de premios y castigos-. Se impone reemplazar las prácticas institucionalizadas, como por ejemplo aquellas dirigidas a legitimar la violencia mediante decisiones adoptadas en ejercicio del poder jerárquico (apertura de investigaciones “fachada”, formación de carpetas psiquiátricas, derivaciones al servicio de medicina laboral entre otras respuestas perversas que sólo tienen por objetivo liberar de responsabilidad a la superioridad) – por ejercicios éticos de la autoridad motivados por restaurar los derechos afectados y garantizar condiciones de trabajo dignas y seguras.
La violencia en el trabajo es conceptualizada como un acto de corrupción. Debido a sus manifestaciones, continuidad, daño, dinámicas de poder en juego y ausencia de respuestas institucionales efectivas, afloran elementos de corrupción expresados en el uso disfuncional de diversas fuentes de poder, incumplimiento del deber de cuidado y violación de reglas formales (Vickers, 2014). No se trata de reaccionar contra personas violentas, sino de asumir responsabilidad institucional atacando las violencias normalizadas, escondidas y legitimadas por la propia organización. Ese replanteo es necesariamente participativo. Las políticas resultantes son co-construcciones y se nutren de continuas interacciones con sensibilidad de género como condición de efectividad.