De la celebración al trabajo: el decenio del Código y la agenda pendiente

Por Matías Arregger. Diez años de vigencia alcanzan para bajar la copa y volver al trabajo: la reforma demostró utilidad y ordenó la práctica con un lenguaje común y estándares más nítidos, y reinstaló a la persona en el centro. Al mismo tiempo, el paso del tiempo dejó costuras visibles que necesitan ajustes de precisión. El desafío próximo no es refundar, sino actualizar con bisturí y acompañar esa actualización con formación judicial que traduzca principios en decisiones verificables. Así, el Código seguirá siendo un instrumento vivo, capaz de prevenir, ordenar y reparar con eficacia.

Por Matías Arregger, Director Académico de la Escuela Judicial del Consejo de la Magistratura de la Nación. Abogado, recibido con diploma de honor (UM). Especialización en Derecho Penal y Criminología (UNLZ). Diplomado en Gestión Parlamentaria (UNC). Posgrado en Obligaciones y Contratos en el Derecho Romano (UFLO), representante de Argentina del “International Visitor Leadership Program (IVLP)” bajo el programa “Administration of Justice and the Rule of Law”. Actualmente es doctorando en Ciencias Jurídicas (UM). Integra el cuerpo docente de Derecho Romano (UBA), es docente titular (UM), e integra el Consejo Académico del Instituto de Investigación y Estudios en Cultura de Derechos Humanos -CULTURA DH- (México). Se desempeñó como Asesor Jurídico de la Comisión Bicameral para la Reforma y Unificación de los Códigos Civil y Comercial de la Nación y como Secretario de la Comisión Bicameral Permanente de Seguimiento y Control del Ministerio Público de la Nación.

Han pasado once años desde la sanción del Código Civil y Comercial de la Nación y una década desde su entrada en vigencia. Ese doble hito permite evaluar su impacto en la vida cotidiana y que transformó puertas adentro del Poder Judicial, qué dejó sin resolver y cómo debería actualizarse.

Como asesor jurídico de la Comisión Bicameral para la Reforma, Actualización y Unificación de los Códigos Civil y Comercial de la Nación, me tocó ver de cerca los problemas que buscaba resolver el Código, cuáles eran sus apuestas más fuertes y cuales tuvo que ceder por presión de otras instituciones.

A diez años, algunas se cumplieron con creces; otras quedaron a mitad de camino; y hay un capítulo entero, el de la innovación tecnológica y la IA, que exige una actualización para no dejar a la Justicia corriendo de atrás.

El primer giro fue institucional: unificar en un solo cuerpo tradiciones y reglas que durante décadas se movieron en carriles paralelos. No era un capricho de orden; era una apuesta por la coherencia. La unificación redujo fricciones, simplificó discusiones de competencia y dio un lenguaje común para problemas que ya eran comunes en la práctica (contratos de adhesión, consumo, responsabilidad por actividades riesgosas, relaciones societarias con aristas personales, etc.). Si bien fue un tema muy debatido en la Comisión, la realidad es que hoy en tribunales y en las aulas, se litiga y se enseña con un mapa más simple.

El segundo giro fue cultural y metodológico: la constitucionalización del derecho privado dejó de ser un lema y se volvió técnica de decisión. El Código no se pensó como un refugio tecnocrático inmune a la Constitución, sino como un puente entre principios y casos. Por eso ordenó estándares como buena fe, razonabilidad, prevención del daño, protección de la persona y reglas de interpretación pro-consumidor en adhesión. Esta gramática no eliminó el disenso, pero sí lo enmarcó: cuando un juez decide hoy sobre un contrato digital, sobre la publicidad de un crédito o sobre la responsabilidad por una app, evita soluciones de aritmética formal y se mide contra principios explícitos.

El tercer giro fue antropológico: poner en el centro a la persona. Hubo cambios decisivos en familia y niñez (divorcio sin causa, uniones convivenciales, responsabilidad parental, técnicas de reproducción humana asistida), capacidad y apoyos (cambio de un paradigma tutelar a uno de apoyos para la toma de decisiones), y un reconocimiento más claro de vulnerabilidades. Nada de eso se agotó en enunciados: se tradujo en trámites más cortos, menos litigiosidad destructiva en divorcios, más herramientas para jueces y equipos técnicos cuando hay que diseñar medidas de apoyo respetuosas de la autonomía.

De esta manera, si uno saca la lupa de la dogmática y la coloca sobre la vida común, el balance es nítido. La gente se divorcia sin necesidad de forzar nada, puede registrar uniones convivenciales que ordenan patrimonios y responsabilidades, y litiga contratos de adhesión con estándares que ya nombran cláusulas abusivas sin exigir piruetas. El mundo inmobiliario (propiedad horizontal, conjuntos inmobiliarios) ganó certeza jurídica y, en paralelo, la función social de la propiedad dejó de ser un adorno para convertirse en criterio.

En consumo y servicios financieros, el Código ganó musculo en torno a lo que la Ley de Defensa del Consumidor venía empujando. No resolvió todo, pero ordenó mejor las expectativas de información, la responsabilidad por publicidad, el deber de seguridad y la idea de que adhesión y transparencia no son sinónimos. En la práctica, esto evitó a muchos usuarios laberintos probatorios imposibles cuando su única “voluntad” fue tildar “Acepto” en una pantalla (tema que tocaré más adelante).

En responsabilidad civil, el sistema de funciones (preventiva, resarcitoria) se transformó en un instrumental de gestión del riesgo. La función preventiva habilita tutelas tempranas y, bien usada, evita daños sistémicos (desde accidentes en cadenas logísticas hasta prácticas comerciales agresivas). La responsabilidad por actividades riesgosas y por hechos de las cosas se consolidó como eje para repartir costos sin sobredimensionar la culpa. Todo esto tiene efectos económicos: cambia incentivos y empuja a empresas y administraciones a invertir en prevención.

Si cambiamos los lentes y miramos el Poder Judicial, el Código significó un avance y un desafío.

Avance, porque estandarizó el lenguaje: hoy es natural leer en sentencias el razonamiento en clave de buena fe, protección de la parte débil, deber de información o función preventiva. Ese vocabulario común mejora la previsibilidad y la calidad deliberativa: hay un andamiaje que ordena.

Desafío, porque subieron las exigencias probatorias en terrenos complejos. En lesiones a la intimidad o a la identidad digital, por ejemplo, los jueces se vieron obligados a lidiar con rastreos de datos, logs, metadatos, algoritmos de recomendación. La prueba dejó de ser una foto fija y pasó a ser un flujo: lo que interesa no sólo es “qué pasó” sino cómo opera un sistema detrás de pantalla. Allí el Código dio herramientas (medidas preventivas, anticipos probatorios, tutelas inhibitorias), pero faltó, y falta mucho. Es necesaria una caja de herramientas específica para el entorno digital: preservación de evidencia, descubrimiento razonable en manos de plataformas, pericias informáticas con estándares mínimos y protocolos de resguardo que eviten contaminar prueba.

En esa línea de ideas, hace días atrás, participé en la conferencia de inteligencia artificial “ConfiAR II” donde plasmé algunas de las problemáticas que, en general, enfrentan los poderes judiciales y cuál puede ser su abordaje.

Que el Código recientemente haya cumplido una década no es un detalle: se terminó de escribir en la prehistoria de la IA generativa, del microtargeting de precisión y de la economía de datos. Aun así, su diseño abierto permitió adaptaciones. Pero el salto tecnológico de la última década desbordó y desgarró la elasticidad del texto en al menos cinco frentes, a saber: a) datos personales como insumo productivo. La vieja lógica de “consentimiento informado” choca con una realidad donde los datos se infieren y se combinan sin intervención consciente. El resultado es que los daños relevantes a menudo son intangibles y difusos que afectan a colectivos. El Código protege la persona y su dignidad, pero no fija deberes estructurales para quienes procesan datos a gran escala; b) Contratos digitales y patrones oscuros. La adhesión online vive llena de diseños persuasivos. La buena fe y la prohibición de cláusulas abusivas alcanzan para el caso individual, pero no para corregir el modelo de diseño; c) Decisiones automatizadas que afectan prestaciones de salud, seguros, créditos, tarifas dinamizadas, becas, contenidos educativos, etc. El Código no prevé un derecho a la revisión humana ni un deber de explicabilidad razonable en relaciones privadas donde un algoritmo decide o influye de modo determinante; d) Personalización de precios y discriminación algorítmica. El derecho de consumo y la libre competencia atacan aristas, pero cuando la personalización se apoya en eventos íntimos o vulnerabilidades el sistema actual no ofrece una resistencia clara y e) Prueba y acceso a la información en litigios tecnológicos. Sin descubrimiento proporcional como logs, criterios de segmentación, bases de entrenamiento y peritajes de auditoría con protocolos definidos, la parte débil queda a oscuras. Hoy se depende de pericias ad hoc y de la buena voluntad o del error de las plataformas.

Así las cosas, entiendo no hace falta reescribir el Código; hace falta actualizarlo quirúrgicamente con un módulo digital con núcleos concretos que conversen con los principios ya vigentes.

Por último, falta algo esencial y que por mi rol no puedo pasar por alto: la formación judicial. ¿Qué significa formar a jueces y juezas para este mundo sin pedirles que sean ingenieros?

Significa construir alfabetización digital crítica: no para programar, sino para entrenar una capacidad de intervención. Es decir: que, ante una decisión mediada por datos, un juzgado sepa qué pedir, que no pedir, cuándo frenar y cómo reparar.

Ese entrenamiento cambia tres cosas clave. La primera: pasar de lo individual a lo estructural; la segunda: pasar del caso aislado a los patrones y la tercera: pasar de sanciones simbólicas a remedios que cambian conductas.

Esto es, en el fondo, el giro de derechos individuales a “deberes estructurales.

Y para que esta alfabetización sea más que buenas intenciones podemos ensayar cinco hábitos profesionales que considero necesarios como columna vertebral en la materia. El primero es leer fichas: fichas de datos (origen, variables, exclusiones, fechas) y fichas de modelo (ámbitos de uso previstos, métricas por contexto, limitaciones reconocidas). Si esas fichas no existen, no se puede decidir; el segundo es pedir explicación suficiente del caso concreto: no una fórmula genérica, sino las razones operativas de esa salida para esa persona, incluyendo el umbral que convirtió ese valor en una decisión; el tercero es la verificación de proporcionalidad tecnológica: quien usa la herramienta debe demostrar que el medio elegido era necesario para el fin y que no había una alternativa menos intrusiva con eficacia similar; el cuarto es la custodia de evidencia algorítmica: versiones, parámetros, logs, condiciones de captura en biometría. Sin eso, la prueba digital se desvanece; y el quinto es remedios que realmente muevan la aguja: distinguir entre el error de un caso aislado y el problema de un sistema, y establecer medidas que corrijan la práctica, no una multa para la foto.

Durante décadas se entrenó a la judicatura para proteger derechos individuales de primera y segunda generación en un proceso pensado para controversias puntuales. Esa formación dio un piso de civilidad que no se debe abandonar bajo ningún concepto. Pero hoy, con datos que circulan por detrás del caso y decisiones que se toman a escala, ese piso es insuficiente para tutelar ciertos derechos.

Si nos quedamos en el statu quo, la IA siempre llega antes. La formación en este aspecto no reemplaza la tradición; la ensancha: agrega competencias para mirar estructuras, para usar herramientas colectivas cuando el daño es difuso, para entender economía digital sin miedo y, sobre todo, para volver a poner la motivación judicial en el centro del expediente.

En suma, diez años de vigencia alcanzan para bajar la copa y volver al trabajo: la reforma demostró utilidad y ordenó la práctica con un lenguaje común y estándares más nítidos, y reinstaló a la persona en el centro. Al mismo tiempo, el paso del tiempo dejó costuras visibles que necesitan ajustes de precisión. El desafío próximo no es refundar, sino actualizar con bisturí y acompañar esa actualización con formación judicial que traduzca principios en decisiones verificables. Así, el Código seguirá siendo un instrumento vivo, capaz de prevenir, ordenar y reparar con eficacia.