Por Valeria Vaccaro, Abogada (UBA). Profesora Superior en Ciencias Jurídicas (UCA). Master en Economía y Derecho del Consumo (Castilla La Mancha, España). Profesora Asociada Derecho del Consumidor y Profesora Adjunta de Derecho de los Contratos, Facultad de Derecho (UNR). Vicepresidenta Unión de Usuarios y Consumidores. Secretaria de Presidencia de la Federación Argentina de la Magistratura y la Función Judicial.

A diez años de la entrada en vigencia del Código Civil y Comercial de la Nación, resulta oportuno detenernos a pensar, más allá del balance técnico, en el verdadero alcance que esta reforma ha tenido en la vida jurídica cotidiana de las personas. Entre los múltiples campos en los que el Código marcó un cambio de paradigma, el Derecho del Consumidor ocupa, sin duda, un lugar central. Desde su sanción, el Código asumió una decisión de enorme trascendencia: integrar al sistema de Derecho Privado los principios y reglas que conforman el núcleo de protección mínima al consumidor. Esta incorporación no fue meramente formal. Supuso reconocer que las relaciones de consumo, por su impacto social, merecían una tutela estructural dentro del corazón mismo del Derecho Civil, irradiando sus efectos a todos los ámbitos de la contratación. En otras palabras, el Código no se limitó a “mencionar” al consumidor: lo colocó en el centro del modelo jurídico de las relaciones privadas. Esa decisión implicó también abrir un diálogo normativo fecundo entre la Ley de Defensa del Consumidor 24240 y los principios generales del Código, en armonía con los valores constitucionales y los Tratados Internacionales de Derechos Humanos. Se trata de un enfoque metodológico que trasciende el contrato de consumo y se proyecta hacia un Derecho Privado más permeable a la realidad social, a la equidad y a la protección de los sectores estructuralmente más débiles.
Con este marco, proponemos en este número especial un recorrido que se estructura en dos ejes. El primero ofrece un balance y consolidación de los aspectos centrales del régimen normativo y el segundo se orienta a una reflexión crítica sobre los desafíos actuales, entre ellos la protección de los consumidores con vulnerabilidad agravada, cuya situación demanda respuestas más creativas y comprometidas de parte del Derecho y de las instituciones. Porque hoy, a diez años de su vigencia, el Código Civil y Comercial sigue siendo una invitación a repensar el Derecho Privado en clave de igualdad sustantiva y justicia social. El campo del consumo, por su dinamismo y su constante interpelación a los operadores jurídicos, ofrece quizá uno de los mejores escenarios para medir hasta qué punto la promesa de un Derecho más humano, inclusivo y equilibrado se ha convertido, o no, en una realidad.
Balance y consolidación de un modelo protectorio
El Código Civil y Comercial asumió una decisión política y jurídica trascendental: integrar la tutela de los derechos del consumidor dentro del corazón del Derecho Privado, otorgándole un rango estructural que antes se hallaba disperso en normas especiales. Desde sus artículos 1092 y siguientes, el Código define el contrato y la relación de consumo, y consolida el deber de trato digno, equitativo y no discriminatorio, la obligación de informar de manera clara y veraz, refuerza la regulación en materia de cláusulas abusivas, y dispone un marco normativo para la contratación a distancia o por medios electrónicos que orienta las bases mínimas de protección y el derecho de revocación. Este cambio no surgió en el vacío. La senda había sido trazada por la ley 26.361, que reformó la Ley de Defensa del Consumidor en el 2008. Sin embargo, el Código Civil y Comercial vino a consolidar y dar coherencia sistémica a ese proceso, incorporando los principios protectorios en un marco normativo integral y transversal. La codificación coincidió con un contexto de profundas transformaciones sociales y tecnológicas: los avances en la neurociencia, el auge de las redes sociales y las plataformas digitales, junto con la creciente incidencia de los servicios financieros, redefinieron la vida económica y las relaciones de intercambio. El Código, en ese escenario, asumió el desafío de proteger al consumidor en un mercado cada vez más complejo, digitalizado y globalizado.

Entre las principales novedades, cabe destacar algunas que marcaron un punto de inflexión:
- El Código introdujo en la definición del contrato de consumo el criterio de “uso privado, familiar o social”. Esta precisión refuerza la visión finalista, centrada en el destino del bien o servicio, y consolida un concepto de consumidor acorde a los valores sociales y axiológicos del Derecho contemporáneo.
 - El concepto de “consumidor expuesto” fue reemplazado por el de “expuesto a una práctica comercial”, abarcando así a los consumidores potenciales, pasivos indirectos, es decir, a toda persona que sufre o puede sufrir un daño, como consecuencia de una acción u omisión originada en un acto de mercado.
 - El artículo 1093 amplió el concepto de proveedor a personas humanas, jurídicas, empresas y entes sin personalidad jurídica, que desarrollen actividades profesionales u ocasionales. Esta visión reconoce la realidad económica del siglo XXI, dejando atrás nociones obsoletas como “comerciante” o “acto de comercio”, y permitiendo aplicar figuras como la apariencia jurídica, la marca, la representación aparente o el corrimiento del velo societario.
 - La regulación general de los contratos celebrados por adhesión a cláusulas predispuestas contribuye a prevenir distorsiones y abusos que, en su momento, dieron lugar a la figura del “consumidor empresario”.
 - La publicidad adquiere una relevancia normativa singular como acto jurídico con consecuencias en la formación del consentimiento y en la tutela de la confianza legítima del consumidor. El Código en sus artículos 1100 a 1103 marcó un punto de inflexión: introdujo el deber de veracidad, prohibió la publicidad engañosa o abusiva, y consagró la acción de cese conjuntamente con la responsabilidad del proveedor por los mensajes difundidos.
 

El resultado de este proceso es un sistema jurídico más coherente y sensible a la realidad social, donde el Derecho del Consumidor se integra de manera orgánica y transversal al derecho sustantivo, procesal, administrativo y constitucional. Sin embargo, el desafío actual ya no pasa sólo por la consagración normativa. Diez años después, el debate debe centrarse en la efectividad real de los derechos reconocidos: cómo garantizar que la letra del Código se traduzca en protección concreta para quienes, en la práctica, enfrentan las asimetrías del mercado. En tiempos de inteligencia artificial, plataformas globales y algoritmos opacos, la promesa de un Derecho más justo e inclusivo sigue siendo una tarea en construcción.
Nuevos desafíos: vulnerabilidades tecnológicas y el poder de las plataformas digitales
No es que pretendemos predecir el futuro, pero hay algo que ya se deja entrever con nitidez: los desafíos que se abren en el horizonte jurídico no provienen tanto de los conflictos tradicionales, sino de las transformaciones que las nuevas tecnologías imponen sobre nuestras formas de relacionarnos, contratar y, en definitiva, vivir. En ese escenario, el Derecho del Consumo, una vez más, se revela como un laboratorio normativo privilegiado para ensayar respuestas frente a las nuevas vulnerabilidades. Las relaciones que hoy se desarrollan en entornos digitales o mediados por plataformas no son, estrictamente, relaciones de consumo. Sin embargo, es este campo el que ha asumido la tarea de ofrecer herramientas conceptuales y principios que permiten encauzar fenómenos inéditos. Lo hizo antes, cuando se trataba de contratos bancarios, servicios públicos o créditos al consumo, y lo vuelve a hacer ahora ante la expansión de la inteligencia artificial, el big data y las plataformas digitales. Estas tecnologías operan sobre dos grandes postulados.

El primero es que el poder de las tecnologías digitales no se limita a influir sobre nuestros hábitos o preferencias: se construye sobre la base misma de nuestros datos personales. La información se convierte en capital, en un recurso económico que alimenta un sistema global sustentado en la recopilación, el procesamiento y la explotación masiva de datos. Cada interacción digital deja huellas que, acumuladas, permiten a las plataformas conocer, predecir y orientar comportamientos con una precisión inédita. No es exagerado afirmar que los algoritmos participan hoy activamente en la configuración de nuestras decisiones y deseos: con apenas unos pocos “me gusta”, la inteligencia artificial puede saber de nosotros más de lo que revelamos incluso a quienes nos rodean. A esta lógica se suman los contratos inteligentes, capaces de gestionar por sí mismos riesgos y obligaciones contractuales. El desequilibrio es evidente: el proveedor no sólo domina toda la información sobre lo que ofrece, sino que además conoce y predice el comportamiento del consumidor con una precisión que supera incluso su propio conocimiento de sí mismo.
El segundo postulado es, quizás, más sutil: las plataformas no niegan la libertad, sino que la simulan. Piden consentimiento, apelan a nuestra conformidad para el uso de datos y a la aceptación de “cookies” como si de un verdadero contrato libre se tratara. Sin embargo, ese consentimiento —en apariencia voluntario— se revela profundamente condicionado. En un contexto donde el acceso a la vida social, económica y cultural depende de estar en línea, “aceptar” no es elegir, sino la única vía posible para participar del mundo digital.
De este modo, el consentimiento se vacía de contenido. Se convierte en una ilusión de libertad sostenida en el gesto mecánico de deslizar un dedo y pulsar. En rigor, ingresamos en verdaderos contratos onerosos, en los que la contraprestación no es dinero, sino nuestros propios datos personales. Pero esos datos, y aquí reside el núcleo del problema, no son meros números: son fragmentos de nuestra identidad. Detrás de cada bit hay historias clínicas, conversaciones, emociones, vínculos, pulsaciones y rastros digitales que hablan de quiénes somos y de cómo vivimos. Se trata, en definitiva, del más personalísimo de los derechos.
En este contexto, emerge con fuerza una nueva forma de desigualdad estructural: la brecha digital. No se trata solo del acceso desigual a la conectividad o a los dispositivos, sino de una disparidad más profunda en las competencias digitales, en la comprensión de los riesgos y en la capacidad de ejercer derechos en entornos tecnológicos. Las personas mayores, junto con otros grupos en situación de vulnerabilidad, padecen especialmente esta exclusión. El desplazamiento de trámites esenciales, servicios financieros o prestaciones públicas hacia entornos virtuales las coloca, muchas veces, ante barreras tecnológicas y cognitivas que dificultan su autonomía. La digitalización que promete inclusión puede, si no se equilibra con una mirada de justicia social y accesibilidad, transformarse en una nueva forma de exclusión y discriminación. En tales casos, el consentimiento informado, la transparencia o la libertad contractual se tornan ficciones jurídicas, incapaces de proteger a quienes ni siquiera pueden comprender las condiciones del entorno digital que los envuelve.
El Derecho del Consumo, con su acento en la información, la transparencia, la equidad y la dignidad, parece especialmente llamado a ofrecer las primeras respuestas. Frente a la opacidad algorítmica, el principio de información; frente a los sesgos de la inteligencia artificial, el principio de trato digno y no discriminatorio; y frente a la brecha digital, el mandato de accesibilidad universal y de protección reforzada para los consumidores con vulnerabilidad agravada.
Brevísimas palabras finales
A una década de su vigencia, el Código Civil y Comercial reafirma que el Derecho del Consumo no es un capítulo aislado, sino una garantía viva de justicia y equidad. El reto que sigue es asegurar que, aun en la era digital, la tecnología no diluya derechos ni profundice desigualdades.
								
															




